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Por Alex Sierra R.

Jeison y Duvan son dos chicos que habitan la calle desde los 5 años en compañía de su madre, una mujer indigente con uso problemático de drogas que pese a ello y en medio de su dolosa situación, ha buscado todas las formas posibles para impedir que la calle se los quite de las manos. El padre de los niños les acompañó hasta los 10 años y decidió acabar su vida colgándose de un árbol.

Durante años han dormido a la intemperie, en una improvisada carreta durante el día y en las noches buscan entre la basura de la “gente de bien” cualquier trozo de papel o plástico que puedan luego vender para comer y vivir un día a la vez. Los dos niños suspendieron sus estudios a fuerza del acoso escolar por su extrema pobreza, el olor de sus cuerpos que no conocen una casa o un baño y el peso del estigma en un colegio destinado para “los más pobres”. Sin duda bajo el más desafortunado, siempre está el cuerpo de uno más desdichado.

Isabel, su madre, tiene duros callos en las manos y luego de meses sin verla, hace tan solo unas semanas me dijo al preguntarle por sus niños, que finalmente sus hijos “se habían encontrado con el diablo”: Usan inhalantes para espantar el frío y el hambre, y Jeison ya está en una correccional luego que intentara robar a alguien para quitarle un teléfono celular.

La noticia me rompió el alma, el tiempo vuela y de ellos solo tengo recuerdos de dos niños riendo en las calles que terminaron por arrancarles la inocencia. De ahí que cuando vi a un “prestigioso” abogado colombiano pidiendo con urgencia reducir la edad para llevar más jóvenes a las cárceles y ser tratados como adultos, me sentí obligado a escribir estas líneas para un necesario análisis.

Incitar al repudio social hacia ciertas personas es una estrategia de larga data como mecanismo de control social y para orientar la mirada hacia otra parte. En cada proceso electoral en todos nuestros países, aparecen mecenas que con sus discursos reaccionarios administran el miedo, hablan de justicia desde la impunidad que disfrutan, piden más cárceles y penas pero recortan asistencias sociales, son esa clase política que miente sin temor alguno de manera sociópata pero cuestionan a sus detractores como “populistas”.

La dimensión y complejidad de la violencia en Colombia.

Es claro que Colombia es un país particular en todo el hemisferio por la existencia de un conflicto armado de más de sesenta años, y que ello requiere un análisis concreto frente a la complejidad de sus violencias, pero también lo es que una verdadera política pública en el ámbito de un estado democrático debiera centrarse en la prevención y no en la simple sanción punitiva.

Solo entre el año 2003 y el 2017 en Colombia perdieron la vida la escandalosa cifra de 235.166 personas. Como resultado del Acuerdo de paz entre el gobierno de Colombia y las FARC, se redujeron las tasas de homicidio en Colombia en los últimos 5 años, pero no con ello la conflictividad social y las retaliaciones propias de un proceso de transición que claramente deja un repunte del fenómeno de la muerte violenta en el último año. Con Acuerdo de paz, aún fueron asesinadas en Colombia 11.918 personas en el 2017.

Total homicidios en Colombia 2017

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Fuente: DIJIN, Policía Nacional de Colombia.

Cabe señalar que del total de personas asesinadas en Colombia en 2017, en 1.147 casos (9,6%) las víctimas tenían menos de 18 años.

El cambio de paradigma: de la inclusión a la “segurocracia”.

En 1994 el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo propuso en su informe anual un enfoque por entonces muy progresista para nuestros países en torno a la seguridad humana, concebida como la necesidad de cambiar el enfoque de la seguridad nacional, centrada en los intereses militaristas, hacia el desarrollo efectivo de las sociedades en ámbitos democráticos. El informe señalaba que la búsqueda de la paz debía librarse en dos frentes: “El primero es el frente de la seguridad, en que la victoria significa libertad respecto del miedo. El segundo es el frente económico y social, en que la victoria significa libertad respecto de la miseria. Sólo la victoria en ambos frentes puede asegurar al mundo una paz duradera”.

Esta posición no cayó bien incluso en el seno de las Naciones Unidas, que posteriormente desde sus agencias siguieron insistiendo en un “desarrollo humano” donde el componente seguridad mantuvo en buena medida un énfasis policivo y de reformas a la justicia que permitieran procesos más expeditos, reducción de niveles de impunidad y eficacia en materia punitiva, sin profundizar a quienes se estaba llevando a las cárceles, con qué tipos penales, por qué delitos y cuáles serían las estrategias de prevención.

Como resultado, a los altos índices de impunidad en todos nuestros países, la oralidad como promesa de celeridad y las costosas asistencias legales para modernizar nuestros sistemas penales desde organismos como el Banco Interamericano, no logran llevar a sanción efectiva los llamados delitos de “cuello blanco” como la endémica corrupción que encuentra en Odebrecht como el más reciente y conocido de los ejemplos.

El ataque a las torres del World Trade Center en los Estados Unidos en el 2001 y la consecuente “guerra contra el terrorismo” cambió definitivamente el paradigma y dejó de lado la inclusión y la justicia social como parte de la seguridad ciudadana, volviendo a centrar su atención en cámaras, policías y cárceles.

La declaratoria de las Maras y guerrillas como “organizaciones terroristas”, muestran de manera clara el énfasis de políticas que por todo el continente replicaron condicionadas la segurocracia basada en un énfasis netamente militarista del fenómeno social de la seguridad ciudadana, y allí los jóvenes en todo el continente han venido siendo permanentemente estigmatizados, perseguidos y tratados de facto como criminales.

El aberrante caso de los llamados “falsos positivos” de Colombia, donde militares hacían pasar a jóvenes de sectores urbanos humildes como guerrilleros caídos en combate y que habían sido engañados para luego ser asesinados, no es simplemente aberrante como práctica violatoria de cualquier derecho humano, sino por sociedades que con aquiescencia creen que existen ciertas personas “indeseables” que deben ser eliminadas, en este caso jóvenes que pueden o no, ser delincuentes.

¿Son tan peligrosos los jóvenes?

El discurso en todo el continente es el mismo: los jóvenes son las “víctimas” de complejas redes criminales que ven una oportunidad en el tratamiento “laxo” de la Ley para involucrarlos en todo tipo de actividades criminales. Pero revisemos esto con calma, si los jóvenes son víctimas y si suscribimos tratados internacionales con postulados como el interés superior de los derechos de los niños, niñas y adolescentes, ¿Por qué entonces tanto afán de llevarles a las cárceles? ¿Es efectivamente “laxo” un sistema que básicamente abandona a los niños por años, hasta que la única relación que tienen con la institucionalidad en su adolescencia es la policía y el sistema de responsabilidad penal?

De manera concreta en el caso Colombiano los casos de jóvenes menores de 18 años (edad para ser tratado como adulto penalmente) vinculados al sistema de responsabilidad penal adolescente van justamente a la baja, contrario a los llamados apocalípticos de ciertos líderes políticos y de opinión. El exponencial aumento de casos entre los años 2007 y 2011, además de los altos índices de violencia en Colombia, estuvieron motivados por la necesidad de demostrar la “eficacia” del sistema de responsabilidad penal adolescente en términos cuantitativos. Sin embargo, desde el año 2013 cuando 30.843 jóvenes pasaron por el sistema, a junio de 2017 se registraban 11.507 casos en una tendencia que se mantiene a la baja en los últimos cuatro años.

Jóvenes en el Sistema de Responsabilidad Penal en Colombia (2007 – 2017)

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Fuente: Instituto Colombiano de Bienestar Familiar – ICBF.

En el sistema de responsabilidad penal en Colombia, los jóvenes llegan por diversos delitos pero son el hurto, los delitos asociados a drogas, las lesiones personales y la violencia intrafamiliar los que concentran más del 82% de los casos.

Los jóvenes que están en el sistema de responsabilidad penal involucrados en casos de homicidio representan el 2,13% de los casos, lo que hace evidente que son más los jóvenes que son asesinados antes de los 18 años (9,6% del total de homicidios), que aquellos que cometen este delito en modalidad de victimarios. Se hace claro que una política estatal debiera orientarse decididamente a proteger a los jóvenes como víctimas, y no simplemente buscar criminalizar su condición de edad fomentando su “peligrosidad”.

Delitos Sistema de Responsabilidad Penal para Menores en Colombia 2017

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Fuente: Instituto Colombiano de Bienestar Familiar – ICBF.

Jóvenes: entre el discurso proteccionista y la peligrosidad punitiva.

En todos los países de américa latina existe un discurso maniqueo entre el interés superior de los derechos de los niños, niñas y adolescentes; y por otro lado la permanente presión por encausarles penalmente cuando son protagonistas de diversos delitos y la sobredimensión de su participación como autores. Se presume que llevando chicos más jóvenes a las cárceles y darles un tratamiento penal de adultos, se les “protege” de ser víctimas de complejas bandas delincuenciales que encuentran la fragilidad del sistema penal al usar menores como peones del crimen.

Aunque este discurso punitivo es muy atractivo pues se monta en la cresta de la ola de un fenómeno complejo de inseguridad, lo cierto es que el abordaje no podía ser más mediocre en términos de políticas públicas.

El último año en el caso Colombiano, se registraron más de 175.000 casos de hurto a personas, y más de 98.000 personas fueron víctimas de hurto en el caso de teléfonos celulares. La pregunta obvia es ¿Por qué no existe la más mínima voluntad para frenar el hurto de celulares permitiendo bloquearlos efectivamente por las empresas operadoras? Existe hastío ciudadano ante los casos de victimización de delitos de un alto impacto en la opinión pública como el hurto simple, pero es más fácil culpar a jóvenes marginales que a la falta de regulación Estatal, eficacia policial y negligencia de empresas que como en el caso de las telecomunicaciones, perciben millones de dólares anuales en cada país de América latina.

En un país como el Salvador se celebra cada muerte de jóvenes pandilleros debido al repudio ciudadano ante un complejo fenómeno de extorsión, la “política pública” ha estado más enfocada al homicidio selectivo de los jóvenes que aparecen con tiros de gracia y las manos atadas cada día en el país, que enfocarse a ambiciosos programas de educación, empleo, prevención e inclusión efectiva de la población joven del país. Es obvio que se trata de medidas de largo aliento y por tanto, no son del gusto electoral de los políticos en El Salvador ni en toda América latina.

Instancias internacionales como la UNICEF resultan ser “convidados de piedra” que no logran promover y defender de manera efectiva los derechos de los niños, niñas y adolescentes en ámbitos que parecieran ser cada vez más hostiles a los jóvenes.

Algunas alternativas para el análisis.

En Colombia surgió en el año 2.000 un programa público que como laboratorio para abordar otras miradas hacia la victimización de jóvenes fue sumamente efectivo. La “Legión del Afecto” como se llamó este programa, flexibilizó todas las limitaciones de un programa convencional y burocrático para hacer de los jóvenes más vulnerables los artífices de profundos cambios en sí mismos y en sus comunidades.

Como resultado, más de 5.000 jóvenes de 40 regiones de Colombia se formaron como líderes desde el arte, la cultura y el trabajo comunitario, y hoy existe una diáspora de nuevos esfuerzos, casi todos desde las propias comunidades, trabajando para evitar que el crimen sea una opción laboral en un país que pese a su escasa cobertura educativa, pide acreditación académica para cualquier ámbito laboral.

Entender que el problema central de los jóvenes en américa latina es su ausencia de ingreso económico en medio de la precarización laboral, y que la creatividad y fuerza vital de los jóvenes debe ser vista como una capacidad y no como una carga para el Estado, son parte de un cambio importante de paradigmas.

La Legión del Afecto comprendió que los jóvenes antes de adquirir formación técnica, debían encontrar el afecto hacia sí mismos mediante pequeñas grandes cosas que les fortalecieran su auto estima como liderar acciones en defensa y acompañamiento afectivo con otras formas de vida, ecosistemas, el agua y los animales, los(as) niños(as), comunidades afectadas por la guerra y los adultos mayores. Encontrar el héroe no bélico en cada joven resulta definitivo en una sociedad que anhela la paz.

En El Salvador conocí una experiencia con jóvenes igualmente significativa desde una organización de la sociedad civil, la Fundación Tamarindo en Chalatenango – Guarjila, que desde el deporte ha permitido que cientos de jóvenes encuentren un camino distinto al de la violencia.

Existen experiencias que permiten otras alternativas para los jóvenes que la simple reducción a su condición como potenciales delincuentes. Las acciones de carácter preventivo son mucho más austeras en materia de inversión pública que las cuantiosas cifras que implica hacer más cárceles y mantener una población carcelaria que en Colombia supera las 100.000 personas en condiciones infrahumanas.

Invitamos a nuestros lectores a enriquecer un análisis serio de las políticas públicas que afectan de manera dramática a las personas más vulnerables de nuestros países, en este caso los jóvenes. Estados que se hacen llamar democráticos, no pueden incitar al miedo, a la estigmatización y al tratamiento punitivo para eludir su responsabilidad como garantes de libertades y derechos, y de la inclusión efectiva que debiera resultar del retorno del estado con inversión social.

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