La estigmatización histórica del abogado penalista
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El abogado penalista se encuentra en una encrucijada permanente. Por un lado, su labor es un pilar fundamental del Estado de derecho, ya que es el último garante contra el avasallamiento de las libertades individuales por parte de la maquinaria punitiva del Estado. Por otro lado, ejerce una profesión profundamente incomprendida y a menudo repudiada por la sociedad a la que sirve.
Esa estigmatización, que equipara de forma irresponsable al abogado con su cliente y su causa, tiene raíces históricas profundas y resurge con especial virulencia en momentos de polarización social y política, como los que vive Colombia en la actualidad. Además, la era digital, con su capacidad para viralizar narrativas simplistas y emitir juicios sumarios en las redes sociales, ha exacerbado esta tendencia y ha puesto al abogado penalista en una posición de vulnerabilidad sin precedentes.
La desconfianza hacia el abogado defensor no es un invento del siglo XXI. A lo largo de la historia, quienes han asumido la defensa de causas impopulares o de individuos acusados de crímenes atroces han pagado un alto precio personal y profesional por su compromiso con la justicia.
Nelson Mandela es un caso emblemático. Antes de convertirse en ícono mundial de paz y reconciliación, ejerció como abogado y enfrentó al régimen del apartheid en Sudáfrica. Por su activismo y por defender los derechos de la población negra, fue estigmatizado por el régimen de la época, encarcelado durante 27 años y catalogado como terrorista incluso por varios gobiernos occidentales.
De manera similar, Mahatma Gandhi, aunque más recordado como líder espiritual y político, inició su carrera como abogado en Sudáfrica. Allí sufrió en carne propia la discriminación racial y dedicó sus esfuerzos a defender los derechos civiles de la comunidad india, lo que le costó la enemistad de las autoridades coloniales y la estigmatización por parte de la sociedad dominante.
En la lucha por la igualdad de género también abundan ejemplos. Ruth Bader Ginsburg, en Estados Unidos, fue discriminada al inicio de su carrera por ser mujer y dedicó su vida a combatir legalmente la desigualdad de género, desafiando normas sociales profundamente arraigadas. Clara Campoamor, por su parte, fue una figura controvertida en la España de los años 30 por su incansable defensa del sufragio femenino. Esa postura progresista le granjeó la abierta hostilidad de amplios sectores conservadores.
El caso más extremo de persecución a abogados defensores se vio durante las dictaduras militares latinoamericanas del siglo XX. En Argentina, por ejemplo, los abogados que defendían a militantes políticos, sindicalistas o cualquiera considerado opositor al régimen fueron sistemáticamente perseguidos. Más de un centenar de juristas fueron desaparecidos o asesinados, etiquetados como “enemigos del Estado” por el simple hecho de ejercer su profesión y defender el derecho a un juicio justo. Esta trágica historia ilustra un patrón universal y es que cuando la justicia se convierte en un obstáculo para el poder, quienes la defienden se vuelven objetivos.
Aun así, no todos los contextos históricos han reaccionado con la misma virulencia frente a quienes asumen la defensa de los impopulares. Existen figuras que, pese a representar causas complejas o clientes socialmente repudiados, lograron preservar, e incluso fortalecer, su legitimidad pública. Un ejemplo emblemático en la historia colombiana es el de Jorge Eliécer Gaitán, cuya trayectoria como abogado penalista permite reflexionar sobre cómo la percepción social de esta labor ha cambiado radicalmente con el tiempo.
Él podía ejercer su labor sin sufrir la estigmatización pública que hoy suele acompañar a esa profesión. En las décadas de 1920 y 1930, Gaitán forjó su fama defendiendo a personas envueltas en crímenes complejos y controversiales, los que muchos habrían considerado “indefendibles”, tales como la defensa de Belisario Rodríguez quien habría asesinado a su novia y aun así recibió un veredicto de culpabilidad, pero con las máximas atenuantes. O, por ejemplo, la defensa del teniente Jesús María Cortés quien mató a sangre fría al periodista Eudoro Galarza y Gaitán alegó ira y dolor intenso en legítima defensa de su honor, logrando incluso su absolución.
Estos casos, como muchos otros, confirmaron que, en la Colombia de entonces, defender a criminales no convertía automáticamente al abogado en villano ante la opinión pública; de hecho, Jorge Eliecer Gaitán fue asesinado siendo probablemente un seguro ganador de las elecciones presidenciales.
Pero, en esta época esa dinámica sí se manifiesta con especial intensidad. La mediatización de los procesos penales, alimentada por las redes sociales y un periodismo que con frecuencia privilegia el espectáculo sobre el rigor, ha creado un tribunal paralelo donde los acusados y, por ende, sus abogados, son juzgados y condenados sin las garantías del debido proceso. Cada caso penal de alto impacto se convierte en un circo mediático que no solo expone al procesado, sino que lleva a la picota pública a quienes asumen su defensa.
Ante este fenómeno, muchos abogados se ven obligados a salir a la arena pública, ya sea por estrategia, por orgullo profesional o por la necesidad imperiosa de contrarrestar la narrativa estigmatizante que se teje en los medios. Sin embargo, esa exposición es un arma de doble filo, ya que, al volverse figuras visibles, los defensores quedan sujetos a un nivel de escrutinio y ataque que trasciende lo profesional y roza lo personal. De inmediato se les asocia con sus clientes y la defensa de sus derechos se interpreta equivocadamente como una defensa de los crímenes imputados.
La situación se agrava cuando la labor jurídica se cruza con la esfera política. En un país polarizado, un abogado penalista que incursiona en la política, o que simplemente expresa opiniones políticas, se convierte en blanco fácil. Sus adversarios aprovecharán sus casos más controvertidos para atacarlo, asociándolo con sus clientes y alimentando la falacia de que “todos los abogados son corruptos”. Ese discurso cala hondo en una sociedad hastiada de la corrupción y poco consciente del rol que juega la defensa en una democracia.
Hay además una forma de estigmatización de la que casi no se habla y es la que proviene del propio sistema judicial. Existe una suerte de menosprecio por parte de algunos funcionarios, ya sean jueces, fiscales y magistrados, hacia los abogados litigantes, a quienes a veces ven como un obstáculo, una molestia necesaria en el engranaje judicial. Esa falta de empatía suele revertirse solo cuando esos mismos funcionarios dejan sus cargos y deben enfrentarse al litigio desde la otra orilla. Solo entonces sienten en carne propia el peso de un sistema que por momentos parece diseñado más para castigar rápidamente que para garantizar derechos.
Pero se agrava aún más, quizá lo más doloroso, es que el señalamiento no proviene únicamente de la sociedad o los medios, sino también del interior de la propia profesión. Muchos abogados penalistas, que en teoría deberían ser los primeros en comprender el valor de las garantías procesales y la dignidad de la defensa técnica, no dudan en sumarse al juicio público cuando el colega de turno representa a un acusado impopular. Se olvidan de los principios que dicen defender y adoptan el discurso fácil de la infamia.
Peor aún, contribuyen activamente a esa crítica pública, afirmando sin reparo que un acusado es culpable, eso sí, siempre que no se trate de su defendido. Cuando lo es, entonces, y solo entonces, invocan el respeto por la presunción de inocencia, el debido proceso y la integridad del derecho de defensa. Solo cuando son ellos quienes se encuentran en el banquillo, como defensores o incluso como procesados, redescubren la importancia de esas garantías que antes despreciaban. Esa doble moral interna erosiona la cohesión del gremio y debilita la autoridad ética con la que se podría responder a la estigmatización externa.
Tenemos entonces que la paradoja colombiana es evidente, pues, el marco normativo del país incorpora los más altos estándares internacionales en materia de derechos humanos y consagra la defensa técnica como un derecho fundamental e irrenunciable. Sin embargo, buena parte de la sociedad repudia esas mismas garantías. Se ha abierto una brecha peligrosa entre lo que proclama la ley y lo que exige la opinión pública y, en medio de ella se halla el abogado penalista intentando hacer valer el Estado de derecho frente a la presión popular.
El núcleo del problema radica en una paradoja profunda, y es que las garantías procesales diseñadas para proteger a todos los ciudadanos del poder arbitrario resultan tremendamente impopulares para muchos. La presunción de inocencia, el derecho a no autoincriminarse y el derecho a la defensa técnica; todos estos pilares del proceso penal moderno son vistos con recelo por una parte significativa de la población. Los perciben no como derechos universales sino como “gabelas” para delincuentes, como trabas que entorpecen la lucha contra el crimen.
La raíz de esta actitud es una preocupante falta de empatía. La mayoría de las personas cree que jamás se verá envuelta en un proceso penal; el proceso es algo que le ocurre siempre a “otros”: delincuentes, corruptos, indeseables. Desde esa distancia cómoda es fácil repudiar las garantías y clamar por un sistema más duro y expedito. Solo cuando alguien se ve enredado personalmente en la maquinaria judicial, sea él mismo o un ser querido, empieza a valorar esos derechos. En cambio, cuando se trata de reconocer garantías para ese “otro” que la sociedad ya condenó, la empatía se esfuma y aquellas se vuelven detestables.
El abogado penalista se convierte así en el portador de malas noticias. Es quien debe recordarle a la sociedad que incluso la persona acusada del crimen más horrendo tiene derechos. Es quien debe interponerse para impedir que el Estado obtenga confesiones mediante presiones o tortura, para exigir que la Fiscalía presente solo pruebas lícitas y para procurar que el juez decida con base en evidencias y no bajo presión mediática. Al hacer todo esto, el abogado no defiende un delito, sino que defiende el Estado de derecho. Pero, a ojos de muchos, esa distinción es irrelevante.
La impopularidad de las garantías es, por tanto, una amenaza directa a la democracia. Una sociedad dispuesta a sacrificar los derechos procesales en el altar de una supuesta eficiencia punitiva está pavimentando el camino al autoritarismo. Hoy el repudio se dirige contra el presunto terrorista o el político corrupto, pero mañana puede apuntar al líder social, al manifestante o a cualquier ciudadano incómodo para el poder de turno. La historia, como hemos visto, ofrece numerosos ejemplos de lo resbaladiza que es esa pendiente.
Por eso el rol del abogado trasciende la defensa de un caso particular y se convierte en una labor pedagógica constante, por frustrante que a veces resulte. Es un esfuerzo por explicar, una y otra vez, que las garantías no son un privilegio de los delincuentes sino un derecho de todos los ciudadanos. Es la lucha por convencer de que un sistema de justicia que no respeta los derechos del acusado no es justicia en absoluto.
Frente a este panorama de estigmatización y repudio, preocupa lo que le toca al abogado penalista. La experiencia demuestra que, para sobrevivir, el defensor debe forjarse una coraza emocional, tener una suerte de piel de cocodrilo. Esa metáfora alude a la necesidad de desarrollar una resiliencia extraordinaria para soportar los ataques, la incomprensión y el juicio constante de la sociedad. Significa aceptar que, en el ejercicio de esta misión casi sagrada, el abogado será equiparado con sus clientes, juzgado por defender lo que muchos consideran indefendible e incluso, en ocasiones, será objeto de persecución judicial.
La fortaleza emocional que exige este oficio no equivale a la indiferencia ni al cinismo. No se trata de insensibilizarse ante el dolor o la injusticia; al contrario, esa coraza le permite al abogado seguir luchando por la justicia en medio de un entorno hostil. Supone tener la capacidad de mostrarse firme, sacar pecho y exhibir valentía, porque los ataques no cesarán.
También implica entender que la intensa relación de casi total dependencia que se crea con el cliente durante el proceso probablemente terminará en el olvido una vez pase la tormenta. El abogado que por meses fue psicólogo, consejero y única esperanza de su defendido pronto queda relegado al olvido, una realidad que forma parte de la carga emocional de la profesión.
Ahora bien, la resiliencia individual no basta. Esa piel de cocodrilo protege al abogado, pero no resuelve el problema de fondo. Por eso debe ir acompañada de un activismo pedagógico permanente. No se puede guardar silencio, hay que escribir, hablar, difundir y explicar incansablemente el porqué de la defensa y la importancia de las garantías. Aunque a veces parezca una batalla perdida, cada persona que se logra convencer y cada atisbo de comprensión que se genera constituyen pequeñas victorias para el Estado de derecho.
Esa labor hacia afuera exige, a la vez, una autocrítica honesta hacia adentro. No podemos negar que existen fallas éticas y casos de corrupción dentro de la profesión. Como en toda actividad humana, hay individuos que deshonran el oficio. Reconocerlo es indispensable para tener la autoridad moral de defender la dignidad de la abogacía en su conjunto. La solución, entonces, no pasa por la falaz generalización de que todos los abogados son corruptos, sino por sancionar de manera efectiva las malas prácticas y promover los más altos estándares éticos.
En definitiva, el llamado es a dignificar la profesión desde adentro y hacia afuera. Hacia adentro, cultivando resiliencia, integridad y un compromiso férreo con los principios éticos. Hacia afuera, asumiendo un papel pedagógico para combatir la desinformación y la demagogia punitiva. Alcanzar ese equilibrio entre la resistencia personal y la transformación cultural es un desafío complejo, pero impostergable.
La estigmatización del abogado penalista es, en el fondo, un síntoma de una enfermedad social más profunda, basada en la incomprensión y el menosprecio hacia las garantías que sustentan la libertad. Desde las luchas históricas por los derechos civiles hasta la polarizada arena digital de la Colombia actual, el patrón se repite: quien defiende al impopular se vuelve impopular. La defensa de los derechos en un caso concreto termina convirtiéndose en la defensa del propio sistema democrático frente a la tiranía de la opinión pública y la tentación autoritaria.
La respuesta a esta realidad no puede ser la autocompasión ni el abandono de los principios. Se requiere, por un lado, una inmensa fortaleza personal que permita al abogado soportar la presión sin quebrarse. Pero igual de esencial es un compromiso renovado con la pedagogía ciudadana. Los abogados, individual y colectivamente, tienen la responsabilidad de explicar, educar y defender el valor de las garantías procesales, no como meros tecnicismos legales, sino como pilares de la convivencia civilizada.
El futuro de la defensa penal y, en gran medida, la salud de nuestra democracia, dependen de que la profesión sea capaz de mantener su integridad frente a la hostilidad, resistir la tentación del populismo punitivo y tender puentes de comprensión con una sociedad que, aunque a menudo no lo perciba, necesita desesperadamente la labor valiente y a contracorriente de sus abogados defensores. Es una tarea ardua y, a ratos, ingrata, pero hoy más que nunca resulta indispensable.

