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EL MONACATO MEDIEVAL Y EL NACIMIENTO DEL DERECHO DISCIPLINARIO

Por Carlos Arturo Gómez Pavajeau

INTRODUCCIÓN

Mario Felipe Daza Pérez[1] se dio a la tarea de rastrear en la historia las manifestaciones especiales de poder que se expresan al interior del Derecho Disciplinario, que vinculan deontológicamente a un círculo cerrado de sujetos sometidos a deberes especiales, con normas jurídicas que precisan deberes, obligaciones y derechos delimitados, que reclamaban en su época antigua deberes de fidelidad hoy de lealtad institucionales entre sus miembros, con autoridades competentes para hacerlos respetar e imponer sanciones mediante procedimientos previamente descritos e institucionalizados.

Sugiere que ello tuvo origen, en sus albores más tempranos en la antigua Grecia, para el efecto acude a un gran filósofo como lo fue Aristóteles, quien es uno de los cultores más finos y profundos de la ética de la virtud, misma que se practicaba en círculos más o menos cerrados pertenecientes a los diferentes estamentos sociales que conformaban la Polis, lo que bien de pábulo para pensar en dos tipos de órdenes jurídicos vinculantes, el poder del Rey o Emperador sobre todos y absolutamente todos los ciudadanos, y el poder de los representantes más visibles e influyentes del respectivo estamento al cual pertenecía el individuo, formas de relación que se desestructuran a partir de las conquistas políticas y territoriales de Alejandro Magno, quien convirtió al Estado-Ciudad en Estado-Imperio, donde al relajarse el conocimiento y relaciones personales con el líder del estamento debido a las distancia entre los ciudadanos, cambió el fundamento de la legitimación de la obediencia; esto es, se mutó de una ética de la virtud propicia a las relaciones especiales de sujeción a una ética del deber, más compatible con una concepción de la relación general de sujeción a la manera en que la misma será visibilizada por el Estado de Derecho[2].

Pero además, vincula la relación especial de sujeción con aspectos relacionados íntima y coherentemente con la disciplina religiosa, aquella que surge entre la Iglesia y ciertas órdenes de místicos, a cargo de un “obedienciario” que siguen un pensamiento filosófico[3] y parámetros de vida muy particulares[4], lo que desde muy antiguo como revelan los documentos de Qumram descubiertos en 1948 en lo que hoy son territorios de Israel, establecía verdaderos códigos deontológicos o de disciplina de los miembros de la llamada secta de los Esenios, tal vez de siglos anteriores a nuestra era, tan importantes que los demás documentos descubiertos estaban escrito en papiros, mientras que el “Rollo de Disciplina”, por su importancia, lo fue en un material de cobre[5], el cual contenía las normas por las que se gobernaba la conducta de un grupo de sujetos de manera estricta, rigurosa en cuanto a su admisión y retiro, prácticas, deberes, obligaciones, derechos y sanciones a las cuales se sometían si incumplían la “Regla de la Comunidad” o “Manual de Disciplina[6], cuyas analogías con las órdenes monásticas medievales son recalcadas por quienes se ocupan de tales temas[7], como también lo habíamos sugerido en nuestros estudios[8].

El Estado, si así pudiese llamársele a los reinos o imperios, eran constituidos a partir de una simbiosis entre política y religión, derecho y moral, delito y pecado, del cual eran sujetos todos y absolutamente todos los integrantes de la sociedad –relaciones generales de sujeción-, salvo quien detentaba privadamente el poder; pero igualmente, a ese orden general y absoluto vinculante, se encontraban vinculados los circunscritos a la deontología religiosa por su especial misión en la sociedad, como los sacerdotes y servidores del clero, como también posteriormente los miembros de las órdenes monásticas cuando las mismas surgieron en los albores de la Edad Media –relaciones especiales de sujeción-, aun cuando, técnicamente en la Alta Edad Media era muy difícil identificar la existencia del Estado, lo que denota la diferenciación actualmente practicable, en este amplio recorrido histórico en un escenario de la institucionalidad Estado-Religión que caracterizó las relaciones de poder entre quien mandaba y sus súbditos a lo largo de la evolución de la civilización, lo que se extendió desde la más lejana antigüedad hasta la finalización de la Edad Media.

Estatales o no estatales, tales relaciones en un ámbito sacralizado del poder, lo cual es manifiesto desde los códigos de Eshnunna y Hammurabi desde los siglos XIX y XVII antes de nuestra era, dependían del mayor o menor acercamiento entre estado y religión; pero lo cierto es que, todo y absolutamente todo, tenía connotación penal dado su vínculo de religiosidad innato e inherente con la legitimación del poder, con la única excepción en cuanto a su naturaleza puramente canónica del incipiente y primario Derecho Disciplinario al interior de las órdenes monásticas y la disciplina de la Iglesia, lo cual es particularmente evidente si se tiene en cuenta que el código jurídico más antiguo que tiene existencia en la actualidad es el Código Canónico, que data en sus primeras versiones de principios de la Baja Edad Media, aun cuando es claro que ya en el siglo IV de la era romana cristiana, cuando se toleró y admitió como religión oficial al cristianismo por el Emperador Romano Constantino, existieron documentos jurídicos que bien pueden ser calificados como sus genuinos y auténticos antecedentes.

Se demuestra, con ello, como lo relata ampliamente y de manera universal Daza Pérez, siguiendo muy de cerca a Fernanda Pirie en su extraordinaria obra “Ordenar el Mundo”, que el caldo de cultivo que permitió el nacimiento del Derecho Disciplinario no está vinculado exclusiva y excluyentemente con y en la relación especial de sujeción pública de carácter funcional, ello es cierto pero no del todo, esto es, es una verdad a medias, pues todas las manifestaciones que modernamente se reconocen como expresiones del Derecho Disciplinario se fundan en una “relación especial de sujeción” como lo hemos sugerido y propuesto[9].

  1. SIMBIOSIS HISTÓRICA ENTRE POLÍTICA Y RELIGIÓN, ESTADO E IGLESIA, DERECHO Y MORAL, DELITO Y PECADO COMO CONSTANTES DEL PODER POLÍTICO DESDE LA HISTORIA MÁS ANTIGUA AL NACIMIENTO DEL ESTADO MODERNO

Fernanda Pirie en su importante y enjundiosa investigación, luego de recorrer la historia de las principales civilizaciones que aún conocemos, desentraña que resulta subyacente a sus textos y pensamiento jurídicos que “el derecho y la religión no han sido distintos”, pues constata en los antecedentes, e incluso en la actualidad de algunos de ellos, que “dentro de las tradiciones hindú, judía e islámica, las normas jurídicas se han fusionado imperceptiblemente con la orientación moral y religiosa” y a ello apuntan con sus lenguajes, lógicas y finalidades a la búsqueda de la “conducta segura y dirección correcta”, lo que se predica igualmente de los ordenamientos medievales europeos[10].

Cuando Constantino llega al poder supremo del Imperio Romano se produjo una transformación en la forma en que se trataba al Cristianismo primitivo, puesto que pasó de ser perseguido a ser tolerado, y en agradecimiento a una supuesta ayuda que recibió a partir de una visión que tuvo el día anterior a la batalla del Puente Milvio, lo que interpretó como un mensaje salvador de su poder por parte de Jesucristo, nació la idea de la unicidad entre Iglesia y Estado, donde la Iglesia lo ayudaría “a mantener el orden entre el pueblo, es decir, entre la gente que nunca se volvería inmortal a menos que Dios decidiera salvarla por motivos personales”, pero la iglesia lograba el “patrocinio del gobierno”, que “puede ayudar a difundir universalmente esas creencias”[11], lo cual confluyó de manera inexorable en la experiencia imperial romana que identificó Iglesia y Estado, todo inspirado en lo que los teólogos modernos denominan la “sed de unidad”, que conduce, necesariamente, a una “ética unitaria” propia de la cultura judeocristiana[12].

Con la caída del Imperio Romano de Occidente en el año 476 D.C. la Europa continental quedó desmembrada, convertida en un mosaico de poderes cuya titularidad descansaba en la propiedad feudal, único aspecto que definía quien ejercía el “poder político” si así se le pudiera llamar, puesto que en verdad los reyes o más bien “señores” no tenían competencias y funciones regularizadas en títulos diferentes al de la propiedad referida, su intervención en la vida comunitaria de los “vasallos” era apenas ocasional o tangencial como protector con funciones de autoridad, regía prácticamente una relación clientelar entre ellos, habida cuenta que existían como tal sólo excepcionalmente “para enfrentarse a las emergencias, no como cabeza de un sistema legal o administrativo” que asegurase la vida y bienes de quienes rodeaban a los Palacetes o Castillos reales, pues esto estaba a cargo de los sujetos, familiar y en mayor medida del grupo social que conformaban los burgos y entreburgos en cuanto a lo que sucediera al interior de estos, no así frente a las agresiones externas de otros señores que buscaran ampliar sus dominios en el camino hacia la construcción de los reinos y los imperios, caso en el cual ofrecía el respectivo señor cobijo en su fortaleza para su protección, y viceversa con relación a las pretensiones y sus ambiciones respecto de sus otros pares[13].

El Rey en el medioevo ostenta su autoridad gracias a Dios, es lo que le otorga legitimidad, de allí que fuera oscilante la mayor o menor cercanía Iglesia y Estado, a veces identidad, durante tal época; lo cual se heredó del “concepto romano de religión como función del Estado”, pues sin fe no hay Iglesia y sin Iglesia no hay comunidad, puesto que uno y otra eran formas del mismo cristianismo, ahora bajo la fórmula consolidada del cesaropapismo, como paso de la Púrpura Senatorial a la Púrpura Sacerdotal[14].

El rey “mediaba entre sus súbditos y los dioses”[15], en consecuencia, el gobernante tenía una función salvífica y la compartía con la Iglesia, por cuanto la salvación de las almas se conseguía por medio de la penitencia colectiva e individual, misma que comprometía la “estabilidad del reino”, por tanto, la expiación pública se constituyó en un elemento importante para la “supervivencia política”[16].

Como contrapartida, en esa simbiosis, coexistencial entre Estado Medieval e Iglesia, era absolutamente lógico que esta le entregase lo que le podía ofrecer además de legitimarle el poder, ahora en cuanto a su mantenimiento y perpetuidad, como lo era rezar para que le fuera bien al gobierno[17]. En la época de identidad entre uno y otra, resulta evidente que la misma se constituía en una función oficial, empero, cuando se distendía el vínculo, mismo que nunca desapareció en la Edad Media, tenía ocurrencia un fenómeno muy parecido a lo que hoy se aparece como sujetos de derecho disciplinario en tanto “particulares que ejercen funciones públicas”.

Resultaba a todas luces evidente la influencia del Papado en los gobernantes, control que iba de menor a mayor[18], cuando no de identidad entre uno y otro, como ocurrió con el Papa conquistador Alejandro VI, padre del llamado Príncipe del renacimiento Cesar Borgia, quien como cualquier rey guerreaba y anexaba territorios al Vaticano, para cuya importancia basta recordar que fueron sus asesores político y militar Nicolás Maquiavelo y Leonardo Da Vinci, respectivamente.

Pero además, las tradiciones mencionadas al comienzo de este aparte, a las que deben sumarse sin duda también las europeas continental y anglosajona, el énfasis de las regulaciones morales, religiosas y jurídicas conllevaban a que se diera más importancia, incluso en términos excluyentes, a los deberes y obligaciones que a los derechos de las personas, producto de la inexistencia de la distinción entre ley y religión, deberes que se organizaban y clasificaban de conformidad con el estatus al que pertenecían los sujetos destinatarios de las normas y que conducían a que las regulaciones normativas fueran esencialmente o abrumadoramente de carácter penal; pero además, “no se apreciaba ninguna distinción rígida y clara entre las normas que regían las relaciones sociales y las que se referían a la conducta moral”, incluso el Papa Inocencia III demandó que los delitos fueran castigados por cuanto ello estaba referido a la afectación del “interés público”[19].

  1. EL MONACATO COMO INSTITUCIÓN BISAGRA EN LAS RELACIONES SIMBIÓTICAS ENTRE ESTADO-SOCIEDAD E IGLESIA

Para la literatura especializada “el monacato se asienta como una estructura de sociabilidad eclesiástica entre los siglos IV y X en el espacio controlado por la Cristiandad”, empero, la toma de importancia real en la práctica social hizo de esta institución un objeto preciado de los nobles, quienes no descansaron tratando de hacerse a su control[20]. Se afirma que los primeros textos referidos a la disciplina de la Iglesia, cuyos sujetos destinatarios era sus miembros institucionales pero también los feligreses, estuvieron representados por documentos que tomaron el nombre de “Didaché”:

La Didaché formó el patrón para varias otras pequeñas colecciones de normas relacionadas a la vida de la Iglesia en los primeros 200 años luego del período del Nuevo Testamento … La Didaché o Doctrina de los Doce Apóstoles. La Didaché es una colección canónica de instrucciones morales, litúrgias y disciplinarias. Es uno de los primeros y más preciados escritos post-apostólicos. En su título más extenso se le conoce como “Doctrina del Señor a las naciones por medio de los doce apóstoles” … Dos secciones bien definidas se pueden encontrar en este
texto: la primera (1-6.2) consiste en instrucciones catequísticas que el autor ha organizado de acuerdo a los
“Dos Caminos”, el camino de la vida y el camino de la muerte; la segunda (6.3-15) consiste en el orden propio de la Iglesia, en una serie de medidas y regulaciones disciplinarias que ordenan la vida en una comunidad cristiana … La primera forma de disciplina de la Iglesia son los registros de las comunidades de creyentes. Nos hablan acerca del
modo en que los sacramentos fueron celebrados, los líderes elegidos y los pecadores reconciliados[21] (Resaltados fuera de texto)[22].

Al admitirse, primero vía tolerancia –año 313 D.C.– por Constantino y después por declaración como religión oficial del Imperio –año 380 D.C.– por obra de Teodosio El Grande, a la Didaché y su sucesora la Discalia se fueron sucediendo múltiples documentos y colecciones formadas a partir de distintas fuentes de los obispos del Imperio, pero muy especialmente se produce un proceso de ajuste y fusión con textos jurídicos romanos, de lo cual surgió el Derecho Canónico[23], llamado a regir las relaciones entre la Iglesia como institución, sus servidores directos e indirectos[24] y los feligreses[25].

El Derecho Canónico se ha mantenido firme y sólido en cuanto a su misión y la relación de esta con la disciplina, por lo que, en su última versión llevada a cabo por el papa Juan Pablo II se afirmó en el documento de sanción que “las leyes de la sagrada disciplina, la Iglesia católica las ha ido reformando y renovando en los tiempos pasados, a fin de que, en constante fidelidad a su divino Fundador, se adaptasen cada vez mejor a la misión salvífica que le ha sido confiada. Movido por este mismo propósito, y dando finalmente cumplimiento a la expectativa de todo el orbe católico, dispongo hoy, 25 de enero del año 1983, la promulgación del Código de Derecho Canónico después de su revisión[26].

Hervada afirma que “en este factor institucional aparece de modo especial la distinción, porque en orden a los medios de salvación el fiel se puede encontrar en posiciones distintas: como ministro y dador de estos medios, o sea, como pastor, como sacerdote consagrante, etc., (sacerdocio jerárquico), o como destinatario y receptor, comunidad oferente, etc., (sacerdocio común). Como institución salvífica, la Iglesia se configura a manera de sociedad orgánicamente constituida y presidida por la Jerarquía. Dentro de esta línea institucional, el Pueblo de Dios aparece con una organización de los medios salvíficos y de los ministros, ante la cual los fieles son destinatarios de su actividad”, vocación salvífica que “se integra[…] en relaciones de solidaridad y de servicio, que se fundan en exigencias de la condición de fiel ante los demás miembros de la Iglesia y de la naturaleza y función ministeriales (servicio a los demás) de la Jerarquía; son, por tanto, relaciones con un aspecto de justicia, que postulan connaturalmente un orden jurídico”, donde radica que el objeto del Derecho Canónico es “ordenación de las conductas sea la función del Derecho a la que se reconducen en última instancia todas las demás”. Pero es destacable que, institucionalmente, aparece un “conjunto de normas humanas que regulan la actividad de la Jerarquía y su posición en el contexto de la Iglesia, deben ser la concreción y determinación del núcleo de normatividad jurídica que lleva consigo la condición de ordenado y su misión”[27], misma que estriba en “la salud y la salvación del hombre”[28].

Parecería superfluo que quien se dedica a las dogmáticas penal y disciplinaria se ocupara de estos tema, empero, no puede olvidarse que el Derecho Canónico, íntimamente vinculado con el Cristianismo Occidental, así como éste hace parte de nuestra cultura general aquel hace parte de nuestra cultura jurídica, como de manera brillante lo han sugerido estudiosos del tema como Thomas Duve[29].

Los expertos en el tema dan cuenta que a la idea del monacato subyacía una pretensión individual de perfección moral y aseguramiento de la salvación en la vida del más allá que se ofrecía luego de la muerte, lo que, paulatinamente en la Alta Edad Media –siglos V a XII– se hizo tarea conjunta de quienes compartían ideas y filosofías místicas, procurando la extensión de sus beneficios a todos los habitantes de un territorio y con igual pretensión salvífica general, a lo cual se sumó las obligaciones del poder temporal en cabeza del gobernante en tal sentido, muy especialmente con el paulatino nacimiento y crecimiento de los reinos e imperios, previa la legitimación del poder terrenal por parte del poder divino a través de las ceremonias papales de unción de los reyes, encadenamiento y entrelazamiento de funciones en una compleja simbiosis donde se confundían o se distanciaban mayor o menormente al calor de la querella de las investiduras, cuyos relatos por los estudiosos dan muy buena idea de lo mencionado, como se destaca a partir de los escritos de Mark Cartwright:

A partir del siglo III d.C., surgió en Egipto y Siria una corriente de algunos cristianos que decidieron vivir la vida de un ermitaño solitario o asceta. Lo hicieron porque pensaron que, sin ninguna distracción mundana o material, podrían lograr una mayor comprensión de Dios y una mayor intimidad con Él. Además, cada vez que los primeros cristianos eran perseguidos, a veces se veían obligados por necesidad a vivir en zonas montañosas remotas, donde los elementos esenciales de la vida eran escasos. A medida que estos individualistas crecían en número, algunos comenzaron a vivir juntos en comunidades, pero continuaron aislándose del resto de la sociedad y se dedicaron por completo a la oración y al estudio de las Escrituras. Inicialmente, los miembros de estas comunidades vivían juntos en un lugar conocido como lavra donde continuaban la vida de personas solitarias y solo se reunían para los servicios religiosos. Su líder, un abba (de ahí la futura palabra abad), presidía a estos individualistas, a los que llamaban monachos en griego por eso, ya que es una palabra derivada de mono que significa “uno” y que es el origen de la palabra “monje”.

….los monjes no sólo deben trabajar juntos hacia objetivos comunes, sino también contribuir a ampliar la comunidad. Los monasterios bizantinos eran organizaciones independientes con sus propias reglas y regulaciones para los hermanos monjes.

… En la Edad Media, la base de la generación de ingresos se encontraba en el trabajo físico, pero para la comunidad monástica, esto dejó de ser una necesidad desde el momento en que ahora podían contar con los esfuerzos de los hermanos legos y el trabajo por contrato de los siervos (trabajadores no libres). En consecuencia, los monjes de la Alta Edad Media pudieron dedicar más tiempo a la búsqueda del conocimiento, especialmente en la producción de especialidades monásticas medievales, es decir, manuscritos iluminados[30][31] (Resaltados fuera de texto).

Cumplieron una encomiable función social en su tiempo, habida cuenta que “aunque sus miembros eran pobres, los monasterios, por el contrario, eran instituciones poderosas y ricas, que reunían las riquezas proporcionadas por la tierra y las propiedades que les donaban. Los monasterios también fueron importantes centros de estudio y educación para la juventud y, tal vez lo más significativo para los historiadores de nuestro tiempo, produjeron laboriosamente libros y preservaron textos antiguos que aumentaron enormemente nuestro conocimiento no solo del mundo medieval, sino de la antigüedad clásica”, incluso se vislumbraba cierta organización arquitectónica que predecía la organización moderna y funcional de las ciudades, tal vez porque eran ciudades en miniatura o en pequeña escala, toda vez que “junto al claustro se encontraba la iglesia con un campanario, importante para llamar a los monjes a las actividades religiosas. Había almacenes, grandes bodegas para almacenar vino y alimentos, y tal vez incluso establos. Una sala capitular para las reuniones diarias, una biblioteca y, orientada al sur para una mejor iluminación, un sccriptorium donde los monjes producían los libros. Las comidas comunitarias se comían en el refectorio con sus largas mesas. Junto al refectorio había cocinas, una panadería y un jardín donde crecían verduras y hierbas y se guardaban peces en un tanque. También al lado del refectorio estaba la calefactory, la única habitación climatizada del monasterio (además de la cocina), donde los monjes podían ir a calentarse un poco en invierno. Los dormitorios estaban reservados para los monjes, los oblatos y los novicios”. La función bisagra con la sociedad se aprecia en que “además del claustro, existían edificios auxiliares en función del tamaño del monasterio. Podría haber una enfermería para ancianos y enfermos, con sus propias cocinas. Los hermanos legos vivían en un bloque de alojamiento propio, normalmente en un patio al aire libre, con sus propias cocinas, en las que se preparaba la comida que los monjes no podían comer. En algunos monasterios puede haber un edificio para alojar a los viajeros y espacios para trabajadores cualificados como sastres, herreros o vidrieros. Además de todo esto, aún quedaba espacio para un cementerio solo para los monjes y otro para los laicos importantes del lugar”. “Un monasterio proporcionaba a las comunidades locales orientación espiritual, y sus iglesias estaban abiertas al público en general, ofrecían empleo a la población y sus monjes educaban, guardaban y protegían las santas reliquias, acogían a los peregrinos que venían de visita, protegían a los huérfanos, a los enfermos y a los ancianos, y proporcionaban comida, bebida y limosna a los pobres a diario. Los monjes produjeron y copiaron innumerables documentos históricos valiosos, como tratados religiosos, biografías de santos e historias regionales. Sus manuscritos iluminados ganaron renombre mundial, incluyendo obras maestras supervivientes como el Libro de Kells y el Evangelio de Lindisfarne” y “los monasterios patrocinaron las artes, especialmente la producción de frescos y mosaicos tanto dentro del monasterio como en todo el mundo, para difundir el mensaje cristiano. Los monasterios desempeñaron un papel vital (aunque no siempre exitoso) como protectores del arte y los documentos históricos, especialmente en tiempos tumultuosos como guerras, incursiones vikingas o herejías como la iconoclasia en los siglos VIII y IX, cuando el arte religioso fue cruelmente destruido y visto como una blasfemia. Gracias a estos esfuerzos, ahora podemos leer textos no solo de Oriente Medio, sino de la antigüedad, gracias al trabajo de monjes copistas y monasterios que han conservado estos textos”; “eran comunidades prósperas y estables, tanto es así que muchos de ellos adquirieron edificios domésticos y funcionales periféricos, donde la gente vivía permanentemente y trabajaba para proveer a los monjes de todo lo que necesitaban. En consecuencia, muchas ciudades hoy en día están ubicadas en lugares donde una vez estuvo un monasterio. Por último, todavía hay muchos monasterios medievales en actividad, como los de Meteora y el Monte Athos en Grecia, que son en sí mismos una conexión viva con el pasado y que siguen prestando asistencia a lo que la sociedad más necesita”[32].

La función bisagra con el Estado también es manifiesta, toda vez que “un gran monasterio era bastante similar a un castillo medieval o a una casa solariega (señorío) en el sentido de que controlaba un área circundante de tierra y contenía esencialmente todos los elementos que se podían encontrar en un pequeño asentamiento de la época. En el sistema señorial de Europa, la tierra se dividía típicamente en áreas de tierra (señoríos), la propiedad más pequeña de unas pocas hectáreas y, por lo tanto, capaz de proporcionar un ingreso para el señor y su familia. Un monasterio adquiría terrenos a través de donaciones y, en esta dirección, podía acabar gestionando muchas propiedades dispares, y todos sus ingresos iban directamente a las arcas del monasterio. Otras donaciones podrían incluir propiedades en ciudades o incluso iglesias y, en consecuencia, más dinero de alquileres y diezmos. Los ricos hacían donaciones para aumentar su prestigio local y no es casualidad que en Inglaterra y Gales, por ejemplo, se construyeran 167 castillos y monasterios cerca unos de otros entre los siglos XI y XV. Además, al ayudar a establecer un monasterio, un señor podía beneficiarse materialmente de sus productos y tal vez asegurar un salvoconducto para su alma en la próxima vida, tanto a través de la acción de su donación como de la parte de las oraciones dichas en su nombre. Además de sus ingresos por donaciones, rentas de la tierra y la venta de productos producidos en estas tierras, muchos monasterios acumularon dinero manteniendo mercados y produciendo productos artesanales, mientras que algunos tenían derecho a acuñar su propia moneda”. Igualmente “los monasterios, como instituciones llenas de educadores e intelectuales, también han demostrado ser herramientas útiles para el Estado. Los monarcas solían utilizar monjes, con sus conocimientos de latín y producción de documentos, en sus oficinas reales o en un monasterio que cumpliera esta función. Sabemos, por ejemplo, que el monasterio de Winchombe en Gloucesteshire, Inglaterra, y la abadía de Saint-Wandrille, cerca de Rouen, Francia, fueron utilizados como archivos reales en el siglo IX por sus respectivos reinos. Además, los grandes monasterios educaban a la aristocracia y contaban con instalaciones de enseñanza especializadas, como la abadía de Whitby en el noreste de Inglaterra, que educaba a una larga línea de obispos y contaba con San Juan de Beverley (+721) entre sus estudiantes”, escribe  Cartwright[33].

Para el fin de la Alta Edad Media ya era evidente los servicios que el monacato prestaba y prestó a la sociedad, muy importante sobre todo, por cuanto “en el siglo XII … la recepción de la ciencia y filosofía greco-árabes a través del movimiento de traducciones hizo el resto. Para entonces, la iglesia latino-romana había madurado su aparato administrativo y doctrinal. Clérigos y monjes habían diferenciado sus funciones y las escuelas catedralicias habían monopolizado la educación del clero y los laicos que antes desempeñaran los monasterios. Una conjunción de factores de todo orden, unida al aumento del caudal de conocimientos, condujo en el mundo urbano a la especialización del conocimiento y a la multiplicación del número de escuelas. Se creaba así el caldo de cultivo para el surgimiento de las universidades en el siglo XIII. A partir de este momento, las escuelas dependientes de las catedrales continuaron formando a gran parte de la minoría de los litterati que sirvieron a los gobiernos municipales y a los aparatos de la monarquía y la Iglesia en el Occidente bajomedieval”[34].

La disciplina personal, monacal y, con el trasegar del tiempo, social estaba altamente vinculada con finalidades o telos bien perfilados desde la perspectiva de la Iglesia y el Estado:

La vida cotidiana de los monjes

Los monasterios variaban mucho en tamaño. Las más pequeñas, ocupadas por solo una docena de monjes, estaban dirigidas por un prior en lugar de un abad. Los grandes, como la Abadía de Cluny en Francia (fundada en c.910) albergaron a 460 monjes en su apogeo en el siglo XII, pero algo así como 100 hermanos parece ser un número común para la mayoría de los monasterios. El abad era elegido por los monjes ancianos y ocupaba el cargo de por vida. Contaba con la ayuda de un prior y de los monjes que tenían obligaciones administrativas específicas, los obedientes, que se ocupaban de los diversos aspectos del monasterio, como la iglesia, los servicios religiosos, la biblioteca, los alquileres de las propiedades, el almacenamiento de alimentos o la bodega. El abad representaba al monasterio en el mundo exterior, por ejemplo, en las reuniones de la orden o en asuntos relacionados con la administración de las propiedades del monasterio.

Los monjes comunes, por supuesto, llevaban una vida sencilla. Dado que a los monjes no se les permitía salir del monasterio, pasaban el día en trabajos agrícolas y estudios religiosos, que incluían la lectura de conjuntos de textos, la copia de libros para crear manuscritos iluminados, la enseñanza a los oblatos (niños) o novicios (monjes en formación) y la oración (clasificada oficialmente como la obra, o más bien, la obra de “Dios”). El día, e incluso la noche, estaban marcados regularmente por servicios religiosos y por la mañana una reunión capitular, en la que todos los monjes discutían los asuntos del monasterio. Debían desempeñar sus deberes en silencio, vestir ropa sencilla y tosca y renunciar a todo, excepto a los artículos básicos de propiedad personal. Los únicos privilegios de los monjes eran una comida y bebida decentes durante todo el año, con una sola comida al día (o dos en invierno)[35] (Resaltados fuera de texto).

Desde una perspectiva y óptica más amplias se ha registrado:

La vida diaria en un monasterio medieval estaba regida por un horario estricto y detallado, diseñado para equilibrar el trabajo, la oración y el estudio. Este riguroso programa diario era conocido como el “horarium” y aseguraba que cada momento del día estuviera dedicado a actividades que reforzaran la devoción y la disciplina monástica. A continuación, se detalla un horario típico que podría haber sido seguido en un monasterio durante la Edad Media, ilustrando cómo se organizaban las 24 horas del día de los monjes.

Las bibliotecas monásticas comenzaron como simples colecciones de textos necesarios para las liturgias y la vida monástica diaria, pero gradualmente se expandieron para incluir una diversidad de géneros y disciplinas. Los monjes copistas trabajaban incansablemente en el scriptorium para transcribir obras, no solo de contenido espiritual sino también textos de medicina, astronomía, filosofía, historia y literatura clásica. Este esfuerzo de copia no sólo aseguraba la multiplicación de los textos, sino que también permitía la corrección y la mejora de los manuscritos, procesos que eran vistos como una forma de devoción y servicio a la comunidad intelectual más amplia.

Las bibliotecas monásticas eran verdaderos centros de estudio y debate intelectual. Los monjes se formaban en estas bibliotecas, leyendo y estudiando los textos antiguos y contemporáneos, lo que a menudo llevaba al surgimiento de nuevas ideas y perspectivas. Además, los monasterios frecuentemente organizaban debates y discusiones académicas que eran fundamentales para el desarrollo teológico y filosófico de la época. Estos debates ayudaban a clarificar doctrinas y a veces incluso a cuestionar y reformular enseñanzas establecidas, demostrando que los monasterios eran lugares de pensamiento crítico y no solo de conformidad doctrinal.

El intercambio de manuscritos entre monasterios facilitaba la difusión del conocimiento a través de Europa. Los monjes viajeros, conocidos como peregrinos académicos, visitaban otros monasterios donde estudiaban y copiaban textos, llevando consigo al volver a sus comunidades de origen nuevas obras que enriquecían las colecciones locales. Este intercambio cultural y académico era vital para la cohesión intelectual de Europa en la Edad Media y establecía redes de conocimiento que prefiguraban las futuras universidades.

Uno de los logros más significativos de las bibliotecas monásticas fue la preservación de la herencia intelectual de la antigüedad clásica. Durante periodos de inestabilidad y declive cultural, muchos textos antiguos podrían haberse perdido sin la intervención de los monjes copistas que los transcribieron y conservaron. Gracias a su labor, obras fundamentales de autores como Platón, Aristóteles, Hipócrates y muchos otros sobrevivieron y eventualmente alimentaron el Renacimiento varios siglos más tarde.

Finalmente, las bibliotecas monásticas desempeñaban un papel crucial en la educación y formación de líderes eclesiásticos y seculares. Los jóvenes que mostraban promesa eran enviados a monasterios para su educación, donde aprendían no solo teología y liturgia, sino también administración, ley, y liderazgo. Estos individuos a menudo salían de los monasterios para ocupar posiciones de influencia en la corte y en la Iglesia, llevando consigo los valores y conocimientos adquiridos en el monasterio.

En conjunto, las bibliotecas monásticas no solo servían como custodios de la memoria cultural y espiritual de la sociedad medieval, sino que también funcionaban como catalizadores del pensamiento crítico y la innovación académica, jugando un papel indispensable en el tejido intelectual y espiritual de la Edad Media.

 

Voto de Obediencia

El voto de obediencia es fundamental en la vida monástica, ya que estructura la dinámica de la comunidad y su funcionamiento. Obedecer implica someter la voluntad personal a la de los superiores, quienes a su vez están encargados de guiar a la comunidad según la regla monástica y el evangelio. Este voto es un ejercicio de humildad y desprendimiento del ego, valores centrales en el camino espiritual.

La obediencia asegura que el monasterio funcione como un cuerpo unificado, con cada miembro actuando en armonía con los demás y con los objetivos de la comunidad. Este voto también es visto como un medio para cultivar la disciplina espiritual y la paciencia, fortaleciendo la capacidad de los monjes para enfrentar desafíos y sacrificios.

 

Castigos y recompensas espirituales

En la vida monástica medieval, la disciplina no solo se mantenía mediante la observancia de los votos, sino también a través de un sistema bien definido de castigos y recompensas que buscaba guiar el comportamiento de los monjes y monjas hacia una mayor perfección espiritual. Este sistema reflejaba una comprensión profunda de la naturaleza humana y un deseo de fomentar tanto la corrección personal como el bienestar comunitario.

Los castigos en un monasterio no eran meramente punitivos; tenían una dimensión pedagógica y espiritual. Se basaban en la premisa de que la corrección fraterna es necesaria para el crecimiento espiritual y la santificación del individuo. Estos castigos podían variar desde tareas adicionales, como oraciones extras o ayunos, hasta penitencias más severas como la exclusión temporal de la vida comunitaria en casos de faltas graves.

La finalidad de estos castigos era doble: por un lado, ayudar al monje a reflexionar sobre sus acciones y sus consecuencias espirituales, y por otro, restaurar la armonía dentro de la comunidad. La disciplina rigurosa aseguraba que las transgresiones a la regla monástica eran tratadas de manera que promoviera la conversión del corazón y el fortalecimiento del compromiso con la vida monástica.

Paralelamente a los castigos, las recompensas espirituales jugaban un papel crucial en la vida monástica. Estas no eran recompensas materiales, sino reconocimientos de la madurez espiritual y del progreso en la vida de fe y servicio. Las recompensas podían incluir mayores responsabilidades dentro de la comunidad, como la supervisión de otros monjes, la dirección de actividades litúrgicas o educativas, o la confianza para representar al monasterio en el exterior.

Estas recompensas servían varios propósitos: motivaban a los monjes a perseverar en su camino espiritual, ofrecían modelos de conducta para los demás miembros de la comunidad y ayudaban a fortalecer el tejido de la vida comunal. Al reconocer y valorar los esfuerzos y logros espirituales, el monasterio fomentaba un ambiente de emulación positiva y crecimiento mutuo.

 

Equilibrio entre castigos y recompensas

El sistema de castigos y recompensas estaba cuidadosamente equilibrado para asegurar que la disciplina no se convirtiera en un fin en sí mismo, sino que siempre estuviera al servicio del desarrollo espiritual. La regla monástica, particularmente en la tradición de San Benito, enfatiza la necesidad de aplicar la disciplina con sabiduría y compasión, reconociendo las diferencias individuales y las necesidades espirituales de cada monje.

Este equilibrio buscaba cultivar un clima de respeto, comprensión y caridad dentro del monasterio, donde todos los miembros se sintieran valorados y apoyados en su búsqueda de la santidad. Al mismo tiempo, la estructura disciplinaria ayudaba a prevenir y resolver conflictos, asegurando que la vida comunitaria se desarrollara en un marco de orden y paz.

Dentro de los muros de los monasterios medievales, los monjes enfrentaban una serie de desafíos internos que iban más allá de las exigencias físicas de su estilo de vida. Las tentaciones y la disciplina formaban un campo constante de lucha espiritual y personal, esencial para entender la vida monástica y su propósito más profundo. Este apartado explora cómo los monjes manejaban estas pruebas internas y qué mecanismos utilizaban para mantener su compromiso y su integridad espiritual.

Disciplina monástica como respuesta

La disciplina monástica estaba diseñada no solo para estructurar el día, sino también para fortalecer el carácter y la resistencia espiritual de los monjes. La Regla de San Benito, por ejemplo, no sólo proporciona una agenda detallada para las actividades diarias, sino que también incluye directrices sobre cómo lidiar con las faltas y las tentaciones. Los monasterios implementaban prácticas como la confesión regular, tanto pública como privada, donde los monjes podían admitir sus faltas y buscar orientación y absolución.

Además, se fomentaba la meditación y la lectura espiritual como medios para fortalecer la mente y el espíritu contra las tentaciones. La lectura de las Escrituras y de las vidas de los santos proporcionaba ejemplos de virtud y perseverancia que los monjes podían emular en su búsqueda de la santidad.

 

Rol de la comunidad en el manejo de tentaciones

La vida comunitaria en sí misma servía como un mecanismo crucial para manejar tentaciones. La constante presencia de otros monjes y la estructura de autoridad dentro del monasterio creaban un ambiente donde el comportamiento personal estaba continuamente bajo observación y evaluación. Este sistema no solo disuadía las faltas, sino que también proporcionaba un soporte crucial, ya que los monjes podían apoyarse mutuamente en sus luchas espirituales.

La práctica de la caridad y la humildad dentro de la comunidad también era esencial. Al servir a los demás y subordinar las necesidades y deseos personales a las necesidades de la comunidad, los monjes podían trabajar contra el egoísmo y la autoindulgencia, dos de las raíces profundas de muchas tentaciones.

 

Desafíos de la disciplina prolongada

Mantener una disciplina estricta a lo largo de los años podía ser un desafío en sí mismo. El agotamiento espiritual y la monotonía podían disminuir el fervor inicial y hacer que la vida monástica pareciera una carga más que una vocación. Para combatir esto, los monasterios a menudo recalibraban sus prácticas, introduciendo variaciones en la oración y la meditación o permitiendo períodos de descanso y recreación que ayudaban a rejuvenecer el espíritu y renovar el compromiso de los monjes.

En resumen, los desafíos internos de tentaciones y disciplina eran aspectos fundamentales de la vida monástica que requerían un manejo cuidadoso y continuo. A través de la estructura comunitaria, la práctica espiritual y la orientación personal, los monjes buscaban superar estas pruebas internas para alcanzar una mayor pureza de corazón y una más profunda dedicación a su vida espiritual[36][37] (Resaltados fuera de texto).

Por ello la simbiosis poder político-poder eclesial era manifiestamente abrumadora, más práctica y real configuradora de la vida total y absolutamente en la Edad Media que teórica por obra de los historiadores, se atrevía el Papa incluso a perseguir a los reyes[38], puesto que, como dicen los estudiosos ello confluyó en la consagración de un poder omnímodo donde se buscaba fundamental y primeramente “controlar los pensamientos de los demás” como instrumento de defensa de una “verdad suprema” que encarnaba la religión, por lo que incluso la herejía fue considerada un “delito de la mente”, a través del cual, incluso podía ser sometido el rey por los papas a través de la Sagrada Inquisición, misma que consideraba sus intereses y honra por encima de los sujetos a ella sometidos, cuya inocencia incluso, de manera convencida se afirmaba por autoridades eclesiales, se prefería hasta proferir una condena de un inocente si ello era necesario. Por ello, en el siglo XIII se impuso en el Concilio de Letrán -1215- la confesión como acto por medio del cual el feligrés facilitaba al clérigo “sondear la conciencia” por parte de la Iglesia[39]. Lo que hicieran los súbditos de un reino era preocupación conjunta de la Iglesia y del Estado, habida cuenta que el gobernante debía apersonarse de ello, toda vez que se constituía en un garante de lo que sucediera si así no se observaban los mandatos divinos, pues recaerían sobre el pueblo todo tipo de males[40].

Pero, por otro lado, la Iglesia servía al Estado en un entrelazamiento de funciones recíprocas al y en servicio de ambos[41], por ejemplo, constituyéndose en agentes antiheréticos en las épocas más álgidas de la Inquisición a los miembros de las instituciones monásticas por cuanto se les otorgó un papel fundamental “para reprimir por la fuerza la herejía, pues la vía de la persuasión se había revelado inoperante”[42]; pero también, en muchas ocasiones abates y monjes eran “los principales agentes del rey”[43], esto es, existía una relación bastante estrecha entre la Corte Real y sus dependencias monásticas con su respectiva liturgia oficial[44], aun cuando con el tiempo terminaron dependiendo sólo de los Papas[45].

Y así, de manera inexorable, además de rezar por el buen suceso del reino ofreciendo “satisfacción a Dios por los pecados del gobierno”, contribuían a “mantener la estabilidad del reino”[46], sin desdeñar que ya desde el siglo VI los abates y priores de los Monasterios eran reconocidos por el Papa de por vida y con poderes autónomos e independientes al interior de sus órdenes, según lo decretó Gregorio Magno[47].

De todos modos, como ha quedado dicho, las órdenes monásticas pasaron a depender totalmente de la Iglesia, particularmente del Vaticano, sin que sus relaciones funcionales con el Estado cesaran[48]. Las relaciones entre obispos y monasterios en la edad Media fueron difíciles, problemáticas y de tensión permanente[49].

Pero debe enfatizarse que las reglas de disciplina, expresadas en las reglas monásticas eran autónomas e independientes del Papado y sobre todo del Monarca, por lo que allí se manifiesta una “relación especial de sujeción de doble dimensión”, con un carácter que oscila entre lo público, lo privado y lo mixto. Lo primero por cuanto la simbiosis Iglesia-Estado no permite una separación en tal ámbito, máxime si se tiene en cuenta que al día de hoy todavía el Vaticano es reconocido como un Estado; lo segundo por cuanto podría no ser muy claro que las órdenes monásticas pertenecieran sin más ni más al clero o fueran una extensión del mismo o simplemente tenían relaciones de vinculación funcional, pero diferente naturaleza constitutiva, como las empresas del Estado de la actualidad que discurren en un régimen de economía mixta o administran recursos del Estado o realizan funciones oficiales como privados.

Las reglas monásticas, en términos generales son la expresión de la disciplina de una organización de tal índole, eran y son el “conjunto de reglas que rigen la vida de los monjes y monjas en un monasterio”, toda vez que, cada orden en particular especializaba y concretaba sus respectivas reglas según su orientación dada por el fundador[50]. Es decir, se encontraban referidas a “alguna actividad, normalmente el rezo y algunas tareas orientadas al sustento económico. Estos dictámenes se organizaban a partir de una serie de normas o reglas de conducta y por este motivo se habla de las reglas monásticas”[51].

CONCLUSIONES

Podemos extraer de todo lo estudiado y analizado, las siguientes premisas que confirman, en nuestro sentir, que la institución de las “relaciones especiales de sujeción” no tuvieron nacimiento en el primer tercio del Siglo XIX como lo tiene aceptado la doctrina mayoritaria, especialmente aquella que se inspira en el Derecho Administrativo, sino que comienza a perfilarse con el nacimiento del Derecho Canónico en el Imperio Romano después de la oficialización del Cristianismo como religión, puesto que, allí como se puede apreciar tiene anclaje el nacimiento del Cesaropapismo que enarboló el poder del Vaticano en la Edad Media, cuyo modelo vertical y disciplinante de la conducta de los miembros del clero y posteriormente su extensión a todos los pobladores de los territorios de su influencia, al lado del poder político y/o confundido o fusionado con éste, hacían que aparecieran dos órdenes jurídicos claramente diferenciados en teoría aun cuando en la práctica se confundían dados el entrelazamiento y a veces acumulación de su aplicación producto de la simbiosis Estado-Iglesia como eje de un pivote central que producía otras simbiosis concausales y confluyentes como las de Política-Religión, Derecho-Moral y Delito-Pecado.

No existía, por supuesto, dicotomía entre derechos y deberes, pues estos fueron el objeto de regulación como preocupación fundamental de toda la dinámica de la antigüedad, como de manera brillante lo ha expuesto Fernanda Pirie, pues el concepto de derecho sólo se ha venido a imponer de alguna manera, pero paulatina, en el Estado Moderno, y sólo con fuerza y vigor efectivo de aplicación a partir del Orden Público Internacional de los Derechos Humanos.

Si bien en principio, en un orden jurídico donde no se diferencia entre lo estrictamente jurídico y lo moral producto de la simbiosis Estado-Iglesia que pivota centralmente, todo confluye prácticamente en regulaciones penales, sin distinción alguna, pues sólo a partir del concepto de Estado Republicano en la modernidad, vía racionalidad y razonabilidad se distinguen entre diferentes ramas del derecho y su aplicación estratificada, escalafonada y diferenciada, ya en la Alta Edad Media, especialmente por obra de la aparición de una institución bisagra como lo son las órdenes monacales puede comenzarse a efectuar diferencias, que de alguna forma se consolidarán en la Baja Edad Media, con la aparición de la posible y viable diferenciación entre Derecho Penal y Derecho Disciplinario, lo que se hace practicable, especialmente por la idea de las instituciones de la “relación general de sujeción” y de la “relación especial de sujeción”.

Lo primero que debe observarse es que, verdad de Perogrullo resulta afirmarlo, la idea central del Derecho Penal de la Antigüedad hasta la Modernidad puede asociarse, en gran medida, con la llamada “Regla de Oro”, según la cual “no debes hacer a los demás lo que tú no quiere que hagan contigo”, presente en todas las culturas conocidas[52], lo que en cierta forma, sin que ello sea absoluto, inducía a pensar que por reflejo el orden jurídico podía eventualmente proteger derechos, aun cuando la preocupación central eran los deberes, idea que sólo sería posible captarla de manera intuitiva dado el arraigo del pensamiento inferido correctamente por Fernanda Pirie.

De manera absolutamente espectacular, de sabiduría científica y de sentido común, ello lo capta Pirie cuando afirma que, desde las leyes de Ur-Nammu a finales del Tercer Milenio antes de nuestra era en Mosopotamia, los textos que sobreviven dan cuenta que subyacentemente a las formulas jurídicas se infiere y deduce que se pune a partir de la descripción de una conducta, no se prohíbe de manera directa, explícita e inmediata, sino indirectamente, implícitamente y mediatamente mediante la fórmula “casuística: <<Si … entonces …>> … <<Sin un hombre privaba a otro hombre de libertad (sin que hubiese razón para ello), entonces ese hombre era hecho prisionero y pagana cinco gin de plata>>”, esto es, como “nuestras leyes penales establecen sanciones para los delitos, en lugar de limitarse a ordenar a las personas que no los cometan”[53]lo que había puesto de presente el gran dogmático Karl Binding-, verdaderos descubrimientos visionarios en cuanto sirven para rastrear si lingüísticamente, lo que era definitivo para entender las leyes de cada pueblo cuyo trabajo inspira a nuestra maravillosa autora, si la referencia legal apunta a una injusto construido sobre la base de la infracción de un deber o sobre la base de la afectación de un bien jurídico[54].

En cambio, cuando la referencia va enfocada a la infracción a un deber, resulta claro que allí la misma está más focalizada en la infracción a un deber, claro está no por la infracción del deber por el deber, sino en términos teleológicamente configurado según el Estado Constitucional de Derecho, lo que en Derecho Disciplinario colombiano se ha identificado como la “ilicitud sustancial[55].

Lo anterior es relevante, puesto que si bien las legislaciones antiguas tenían como fin el ejercicio de un control social por parte del gobernante, no es menos cierto que el tiempo y la tarea de los juristas fue blandiendo como argumentos contrarios el que igualmente servía de defensa de los sujetos destinatarios de las normas[56], lo que hoy es una realidad indiscutible frente a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

El Derecho Penal como ultima ratio o mínima intervención es de aplicación subsidiaria y fragmentaria en la protección de derechos fundamentales constitucionales, racional y razonablemente aplicable sólo cuando las demás contenciones normativas previas no se muestran suficientes y adecuadas para su protección, muy especialmente con referencia al Derecho Disciplinario, instrumento éste que se aplica de manera sectorial-funcional en sentido material, no meramente público, donde una organización para su adecuado funcionamiento, pervivencia y supervivencia necesita implementar un disciplina constituida y configurada a partir de los deberes funcionales que se requieran para la consecución efectiva y eficiente, en el marco de respeto de los derechos de sus integrantes y círculo de influenciados con sus actividades, dependientes de sus fines y telos a cargo de los “obedientes” como destinatarios primarios de los deberes y exigibles por los “obedienciarios” como destinatarios secundarios de los mismos, quienes actúan cuando son infringidos imponiendo sanciones negativas y positivas acorde con el mensaje normativo teleológicamente fundado y multipropósito en pos de sus directrices normativas como mensajes de la organización para sus destinatarios.   Los destinatarios primarios, necesaria e indefectiblemente tienen que tener una calificación especial, en cuanto pertenencia a un círculo de propósitos a quienes lógica, teleológica y axiológicamente se dirigen las normas contemplativas de una “relación especial de sujeción”; los secundarios también, en principio pertenecen a la misma relación especial de sujeción, aun cuando en las relaciones monacales sí era claro que los sujetos disciplinantes pertenecían al círculo cerrado al que pertenecen sus disciplinados. Rigen, en especial, deberes y obligaciones y en forma secundaria derechos y prerrogativas derivadas de aquellos en cuanto equilibrio entre cargas y beneficios, que se expresa dicha proporcionalidad también en el tipo de reacción como son las antagónicas de castigos y recompensas, dirigidas previamente a la infracción al deber de manera individual y general y pos infracción también de manera individual y general respecto de los miembros del círculo relacional especial de sujeción.

Ahora, la disciplina eclesiástica en la Edad Media se configuró en un doble sentido, dirigida i) a los feligreses o miembros del pueblo de Dios; y, ii) a los directivos y autoridades eclesiales, como a los clérigos en general; no obstante, la simbiosis con el derecho y la ley, conllevó a que también la autoridad eclesial se dirigiera a los no creyentes como ateos, judíos, musulmanes, apóstatas, brujas, brujos, hechiceros, etc., la que en el fondo tomaba un cariz de “relación general de sujeción”, dadas las simbiosis Política-Religión y Estado-Iglesia, ya también sugerida además –de tal dato de naturaleza cualitativa– por el dato cuantitativo de que la mayoría de los sujetos destinatarios eran cristianos, salvo que se tratara de pueblos conquistados donde la mayoría tuvieran la calidad de herejes.

Por lo anterior el equilibrio en la definición de la naturaleza de la relación general de sujeción se mostraba crítico, no así respecto de la relación especial de sujeción, como pasa a verse.

Es claro, dentro del ámbito general de los sujetos vinculados jurídicamente con el poder político-eclesial existía una especie de superposición y de alguna manera de intersección casi plena de los círculos de sus destinatarios, pues los sujetos del primero lo eran todos los habitantes del territorio dominado por el poder, independientemente de sus creencias, mientras que los segundos vinculados por el Derecho Canónico lo eran los creyentes en general, que en la época en que el Cristianismo era la religión oficial del Imperio podría decirse que cobijaba a la inmensa mayoría del pueblo y ciudadanía romana, puesto que muy tempranamente la Didaché afirmó que iba dirigida a la “comunidad cristiana[57].

No obstante, sí parecía clara la existencia de una especie de “relación especial de sujeción” en las primeras épocas del Cristianismo Romano para cuando era repudiado y perseguido en el Imperio Romano -entre los años de la segunda mitad del siglo I D.C. y el año 313 o para cuando fue tolerado entre el 313 y el 380, esto es, cuando no todos estaban sujetos en el Imperio al Cristianismo, puesto que cuando la Didaché o la Discalia se referían a la “comunidad cristiana”, lo era a los cristianos por convicción, aquellos que eran felices martirizándose, quienes además estaban sometidos a la normatividad del poder político, lo cual implicaba dos dimensiones de la “relación especial de sujeción” como se ha afirmado atrás, la de los cristianos en general por un lado y, por otro, la de los miembros de la jerarquía eclesiástica y de los clérigos, que por demás se encontraba diseminada en multiplicidad de territorios dirigidos por tantos obispos como fueran los territorios, con infinidades de disputas y desaveniencias –recuérdese el arrianismo-, hasta que el de Roma reclamó ser el sucesor de San Pedro y se unificó el reino de Dios en la tierra.

No obstante, las cosas cambian cuando el Cristianismo se convierte en religión oficial del Imperio Romano y con la simbiosis Estado-Iglesia propia de la Edad Media, pues cuando se produce prácticamente la identificación Política-Religión y Estado-Iglesia, consecuentemente Derecho-Moral y Delito-Pecado, los ámbitos intersecantes desaparecen, se pasa a una superposición de círculos de poder, donde los destinatarios del poder político son los mismos que los del poder eclesial o al menos coinciden en sus amplias mayorías, dadas las relaciones de entrecruzamiento y entrelazamiento entre ellos dada las simbiosis mencionadas, puesto que, finalmente, ello se completa desapareciendo las pequeñas –en cantidad– partes no comunes que implicó toda la modificación en la intersección con la superposición total y completa que se produce cuando la Iglesia decide perseguir a los no cristianos –delito de herejía por pensamiento omisivo, fundado en el principio agustiniano que sostenía que si Jesús en el mayor acto de solidaridad se sacrificó por judíos y gentiles, todos sin excepción, por reciprocidad debían creer en él-, incluso cualquier representante del poder político –incluidos los reyes-, por razones de cuestionamientos reales o ficticios sobre la fe que sobre ellos recayeran, donde la relación especial de sujeción bastante deformada relacionada con los feligreses en general en un mundo cristianizado, termina subvirtiéndose y convirtiéndose en relación general de sujeción por obra de las ambiciones infinitas de poder por parte del Papado de Roma, cuyo poder comportaba una “relación supranacional de sujeción” no limitada por fronteras, cuando se arrogaron las funciones de definir las jurisdicciones de los reyes.

Por el contrario, sí que se advierte la pervivencia y supervivencia proveniente de las “relaciones especiales de sujeción” derivadas de las relaciones entre las autoridades y miembros de las instituciones monásticas, aun cuando excepcionalmente, más adelante en la etapa en que el Papa acrecentó sus poderes dada la íntima relación con el rey o con la fusión de ambos poderes se desfiguró y descentró, dependiendo de una inestabilidad sujeta a la querella de las investiduras, y les llevó a asumir la persecución de la herejía con unos poderes exorbitantes, mismos que en gran medida fueron delegados en las órdenes monacales, ahora ocupándose de los vínculos y exigencias en el marco de una relación general de sujeción si Estado-Iglesia eran institutos simbióticos.

Empero, en la Alta Edad Media y en el resto del trasegar del tiempo medieval, salvo respecto de la situación de la persecución de la herejía, las Órdenes Monásticas fueron ejemplo paradigmático del nacimiento, antecedente y desarrollo de la “relación especial de sujeción” y del hoy moderno “Derecho Disciplinario” autónomo e independiente, lo cual se extiende incluso en el Estado Moderno, por obra del reconocimiento del Vaticano como un Estado más dentro del concierto mundial y, muy especialmente, por la existencia y pervivencia en vigencia prácticamente universal y sin fronteras del Derecho Canónico, al menos respecto de los jerarcas eclesiásticos y los clérigos en general.

En efecto, la disciplina monástica se circunscribía a su naturaleza eclesial, mirada en términos de especificidad y especialidad, respecto de una finalidad o telos muy bien definida, aplicable en principio en un territorio muy bien demarcado y delimitado como lo era el Monasterio, aplicable sólo a quienes entraran por voluntad al seguimiento de una “regla monástica”, que los podía seguir normativamente en su vigencia personal por las actividades fuera del claustro, o de sus alrededores cuando en cierta forma se expandieron, creando pequeños burgos al cual accedían incluso no miembros de la orden, esto es, hacía parte de aquel círculo de destinatarios de la Didaché y de la normativa del Derecho Canónico.

Y así lo era, en efecto, pues cada Monasterio tenía su propia “regla monástica”, habida cuenta que “los monasterios … eran organizaciones independientes con sus propias reglas y regulaciones para los hermanos monjes”.

La finalidad era clara, la perfección  y salvación espiritual de cristianos que renunciaban a la mundana sociedad, lo que precisaba “ninguna distracción mundana o material, [y así] podrían lograr una mayor comprensión de Dios, y una mayor intimidad con Él”. Tal finalidad tenía una aspiración y soporte psicológico individual, pero con el tiempo se hizo conjunta al mudar la calidad de “hermitaño” por la de simple monje, que indica por etimología como uno o mono o monachus, pero donde se toma consciencia que resulta más productivo en logros si se hace de manera plural, aun cuando limitada a sujetos miembros de una orden. Por ello la finalidad se extiende a la idea que subyacía a la orden, toda vez que los monjes “deben trabajar juntos hacia objetivos comunes”.

Los Monasterios estaban a cargo de un Abad -“cargo de por vida”- o de un Prior, o de ambos, y en él caso del último de varios, según el tamaño y complejidad que la organización necesitara y precisara. Allí el abad o un prior tenían y podían tener a cargo por virtud de sus atribuciones actividades “dirigidas” a la vigilancia administrativa de la conducta de los monjes, por tanto aquellos estaban “encargados de guiar a la comunidad según la regla monástica y el evangelio” para asegurar el cumplimiento y “desempeñ[o de] sus deberes”, como actividad disciplinaria preventiva que a través del “horarium” se “aseguraba que cada momento del día estuviera dedicado a actividades que reforzaran la devoción y la disciplina monástica”, por lo que se adoptaban medidas “regida[s] por un horario estricto y detallado”; o al disciplinamiento personal e individual cuando fueran incumplidos los deberes a que se encontraban vinculados, lo que podía desencadenar sanciones disciplinarias.

Dada las funciones sociales, vinculadas con lo intelectual y la cultura, como también con el arte y la música, esto es, el conocimiento en general, también todo giraba en torno a la disciplina del estudio y la investigación, preservación, traducción y copia de textos para la difusión del pensamiento, en la medida que no se trataba de una “disciplina para perros” como de cierta doctrina política en Colombia se predicó en una época, habida cuenta que “los monasterios eran lugares de pensamiento crítico y no sólo de conformidad doctrinal”. Su funcionalidad se inspiraba en que sus miembros debían ser “catalizadores del pensamiento crítico y la innovación académica”.

Para todo ello se hacía, por todos los monjes sin excepción, quienes tomaban el nombre de los “obedientes”, un juramento o el llamado “voto de obediencia”, lo que invocaría modernamente lo que podríamos llamar el voto de lealtad institucional de que da cuenta el artículo 122 de la Carta Política, guardando las respectivas diferencias, el cual “e[ra] fundamental en la vida monástica” en cuanto “estructura[ba] la dinámica de la comunidad y su funcionamiento”: “Obedecer implica someter la voluntad personal a la de los superiores”.

La obediencia es el instrumento para materializar los fines de la institución, toda vez que permite que la organización “funcione como un cuerpo unificado”, esto es, se precisa lograr un suceso que implique “cada miembro actuando en armonía con los demás y con los objetivos de la comunidad”, para lo cual se requiere imprescindiblemente “cultivar la disciplina espiritual y la paciencia, fortaleciendo la capacidad de los monjes para enfrentar desafíos y sacrificios”, sin duda alguna lo que refleja unas muy inteligentes, adecuadas y apropiadas finalidades preventivas.

La “disciplina monástica estaba diseñada no solo para estructurar el día, sino también para fortalecer el carácter y la resistencia espiritual de los monjes … no sólo proporciona una agenda detallada para las actividades diarias, sino que también inclu[ía] directrices sobre cómo lidiar con las faltas y las tentaciones. Los monasterios implementaban prácticas como la confesión regular, tanto pública como privada, donde los monjes podían admitir sus faltas y buscar orientación y absolución”, ejemplo de disciplina preventiva y anticipatoria, lo que evoca el actual Compliance público y privado[58].

Se anticiparon a las propuestas de las reacciones institucionales fundadas en los castigos pero también en las recompensas[59], al ocuparse de las llamadas reacciones de “castigos y recompensas espirituales”, forma última también de “la disciplina”, “a través de un sistema … que buscaba guiar el comportamiento”, aspecto éste último que reconfigura la idea de desvalor de conducta o de acción como pivote central del instituto de la ilicitud sustancial disciplinaria[60]. Con lo que se perseguía “fomentar tanto la corrección personal como el bienestar comunitario” en las relaciones monásticas, esto es, funciones preventivo especiales positivas y preventivo generales positivas de integración o insuflación de confianza en el espíritu de los demás monjes, en cuanto a la eficacia y efectividad comprobada de la disciplina.

Los “castigos [y] las recompensas espirituales jugaban un papel crucial en la vida monástica”:

La finalidad de estos castigos era doble: por un lado, ayudar al monje a reflexionar sobre sus acciones y sus consecuencias espirituales, y por otro, restaurar la armonía dentro de la comunidad. La disciplina rigurosa aseguraba que las transgresiones a la regla monástica eran tratadas de manera que promoviera la conversión del corazón y el fortalecimiento del compromiso con la vida monástica”.

Particularmente las “recompensas servían a varios propósitos: motivaban a los monjes a perseverar en su camino espiritual, ofrecían modelos de conducta -ilícito como desvalor de conducta o acción- para los demás miembros de la comunidad y ayudaban a fortalecer el tejido de la vida comunal. Al reconocer y valorar los esfuerzos y logros espirituales, el monasterio fomentaba un ambiente de emulación positiva y crecimiento mutuo”.

Sin duda alguna, ello es coherente y sólido, funciona en sincronía con las finalidades y cometidos de la institución, toda vez que proclamaban que “los castigos” de los monjes en las órdenes monacales “no eran meramente punitivos … [puesto que] tenían una dimensión pedagógica y espiritual”, soportados en “la premisa de la corrección fraterna“, idea paradigmática de humanidad temprana de la pena.

Como podemos apreciar las normas disciplinarias se constituían en normas directivas, normas fines, apuntaban a lo que hoy se denomina “norma subjetiva de determinación[61], y correspondientemente con ello la sanción también estaba diseñada finalísticamente como norma preventiva especial y general[62], habida cuenta que se tenía consciencia institucional de que “la disciplina no se convirtiera en un fin en sí mismo, sino que siempre estuviera al servicio del desarrollo espiritual”, esto es, se iba mucho más allá de la idea de un “sistema [que] no sólo disuadía de las faltas, sino que también proporcionaba soporte crucial [para que] los monjes [se] apoya[sen] mutuamente en sus luchas espirituales” en un ámbito temporal, ante los “desafíos de la disciplina prolongada”.

Empero, tal finalidad o cometido, no conllevaba a la anulación o al sacrificio del individuo y de su personalidad, ya ello se ha advertido respecto de la disciplina preventiva y especialmente relacionada con la formación intelectual como se vio anteriormente, incursionando muy tempranamente en sentimientos de humanidad hacia el sancionado, toda vez que las reglas monásticas “enfatiza[n en] la necesidad de aplicar la disciplina con sabiduría y compasión, reconociendo las diferencias individuales y las necesidades espirituales de cada monje”, es decir, atendiendo a un “equilibrio entre castigos y recompensa”, se “buscaba cultivar un clima de respeto, comprensión y caridad dentro del monasterio, donde todos los miembros se sintieran valorados y apoyados en su búsqueda de la santidad. Al mismo tiempo, la estructura disciplinaria ayudaba a prevenir y resolver conflictos, asegurando que la vida comunitaria se desarrollara en un marco de orden y paz”.

Sin duda, si se requería un equilibrio entre castigos y recompensas, lo que demanda un juicio altamente cualitativo además de cuantitativo, es obvio que ya el Derecho Disciplinario desde entonces se encontraba penetrado del principio de proporcionalidad, lo que resulta una verdadera revolución para su momento.

Por supuesto, los monjes, además de su vínculos y sometimiento a las normas implicadas en la “relación especial de sujeción”, lo estaban también respecto de las leyes generales provenientes de los monarcas y de la disciplina general demandada a los creyentes en general por el poder eclesial, esto es, a una “relación general de sujeción”.

Finalmente, la función bisagra que cumplían las órdenes monásticas, infundiendo intelectualidad y cultura a la sociedad y al Estado, como forjando la solidaridad entre las personas que fungían como pares –pero también respecto de todos los demás a quienes se le ofrecían servicios como los de naturaleza médica-, muestran que el núcleo de su existencia ya tenía una función encomiable y significativa para la época, sugiriendo incluso actividades de fomento y de seguridad social hoy aceptadas pero cuestionadas por amplios sectores políticos, lo que revela un pensamiento y una concepción de proyecto incipiente, pero prometedor, de sociedad fundada en la ética funcional que obraba como finalidad y cometido.

Obviamente, hubo épocas de desvío y desvarío, como cuando asumieron la persecución de la herejía, pero ello no deja ocultar o suprimir lo novedoso y positivo de todo lo visto, lo que, mutatis mutandi bien podría ser emulado haciendo de la función pública y el patrimonio estatal unos pilares sagrados de la sociedad y del Estado, a la manera de una religión laica –como se visualizó por la ilustración– como parece que hoy se representa con el Orden Público Internacional de los Derechos Humanos y los tratados internacionales de Lucha Contra la Corrupción.

¿Podría, ante todo ello, cuestionarse que allí nos encontramos ante una “relación especial de sujeción” y ante un “Derecho Disciplinario” que, si admitiésemos que el poder Político y el Eclesial se encontraban fundidos, estaríamos hablando de una forma muy especial de servidores públicos y sino no fuera así, el acercamiento fuera evidente pero sin confusión de competencias, los monjes serían una especie de particulares que ejercían funciones públicas como brillantemente lo ha propuesto Mauricio Fernando Rodríguez Tamayo[63]? Ahora, ¿podría también ante todo ello cuestionarse que el fundamento del Derecho Disciplinario autónomo e independiente funcionalmente del Derecho Penal y del Derecho Sancionador Administrativo o Contravencional General tuvo origen en el Derecho Canónico y, más concretamente, en las Órdenes Monacales como lo ha puesto de presente Mario Felipe Daza Pérez?.

El lector sacará sus propias conclusiones.

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[1] MARIO FELIPE DAZA PÉREZ. La Génesis del Derecho Disciplinario (De la edad primitiva a la edad contemporánea), Bogotá, Ediciones Ibáñez, 2024.

[2] CARLOS ARTURO GÓMEZ PAVAJEAU. “Grecia y su filosofía perenne” en Opúsculos de Neuroantropología Filosófica Tomo I: La materia prima del Derecho pena l y Disciplinario. Razón, emoción y el dilema libre albedrío-determinismo de la conducta humana desde las perspectivas del inconsciente y la consciencia, CAROLINA GUTIÉRREZ DE PIÑERES BOTERO, CARLOS ARTURO GÓMEZ PAVAJEAU y RAFAEL VALLE OÑATE (Directores), Bogotá, Ediciones Nueva Jurídica, 2019.

[3]  Cfr. JORGE BLASCHKE. El enigma medieval, Bogotá, Intermedio Robín Book, 2004, pp. 120, 135, 136, 151 a 154.

[4]  Cfr. JORGE BLASCHKE. El enigma medieval, Bogotá, Intermedio Robín Book, 2004, pp. 120, 135, 136, 151 a 154.

[5] FLORENTINO GARCÍA MARTÍNEZ (Trad). Textos de Qumram, Madrid, Trotta, 2000, pp. 45 y ss.

[6] HERSHEL SHANKS. “Cuevas y estudiosos: una visión de conjunto” en Introducción a Los manuscritos del Mar Muerto, Barcelona, Paidós, 2002, p. 22.

[7] HARTMUT STEGEMANN.  Los esenios, Qumram, Juan Bautista y Jesús, Madrid, Trotta, 1996, p. 208.

[8] CARLOS ARTURO GÓMEZ PAVAJEAU. “Sobre los orígenes de la Relación Especial de Sujeción” en Lecciones de Derecho Disciplinario Volumen III, Obra Colectiva, Bogotá, Instituto de Estudios del Ministerio Público-Procuraduría General de la Nación, 2007.

[9] CARLOS ARTURO GÓMEZ PAVAJEAU & MARÍA MARTA GÓMEZ BARRANCO. “Relaciones Especiales de Sujeción. Historia, desarrollos y perspectivas actuales” en Constitucionalización del Derecho Disciplinario Colombiano, DAVID ALONSO ROA SALGUERO & CARLOS ARTURO GÓMEZ PAVAJEAU (Directores), Madrid, tirant lo blanch, 2023.

[10] FERNANDA PIRIE. Ordenar el mundo. Cómo 4.000 años de leyes dieron forma a la civilización, YOLANDA FONTAL (Trad.), Barcelona, Crítica, 2023, pp.   9, 10, 27, 65, 178 y 179.

[11] RICHARD E. RUBENSTEIN. Cuando Jesús llegó a ser Dios. La enorme pugna en torno a la divinidad de Cristo en los últimos días del Imperio Romano, México, Océano, 1999, pp. 92 y 19.

[12] KARLHEINZ DESCHNER. Historia criminal del cristianismo. Los orígenes desde el paleocristianismo hasta el final de la era Constantiniana,  Tomo 1, J. A. BRAVO (Trad.), Barcelona, Ediciones Martínez Roca, S.A., 1990, pp. 19, 64, 191 y 200 a 204.

[13] JOSEPH R. STRAYER. Sobre los orígenes medievales del Estado moderno, Barcelona, Ariel,  1986, pp. 21 a 24.

[14] MARINO JARAMILLO ECHEVERRI. De la monarquía imperial a la monarquía cristiana, Bogotá, Academia Colombiana de Jurisprudencia, 2004, pp. 112, 113, 130, 143, 182, 183 y 204.

[15] JOSEPH R. STRAYER. Sobre los orígenes medievales del Estado moderno, Barcelona, Ariel,  1986, pp. 21 a 24.

[16]  Cfr. R. MCKITTERICK, C. WICKHAM, J. DEVROEY, M. DE JONG, I WOOD & J. SHEPARD. La Alta Edad Media, Barcelona, Editorial Crítica, S, L., 2002, pp. 151 y 155.

[17] MCKITTERICK y otros, La Alta Edad Media, ob.cit,  p. 160.

[18]  Cfr. ROBERT JACOB. La gracia de los jueces. La institución judicial y lo sagrado en Occidente, J. C. GUTIÉRREZ (Trad.), Valencia, tirant lo blanch, 2017, pp. 298 y ss.

[19] Cfr. PIRIE, Ordenar el mundo, ob.cit, pp. 44,53, 54, 83, 86, 113, 132, 183, 195, 266 y 341.

[20] ERNESTO GARCÍA FERNÁNDEZ en comentarios al libro de  CARLOS MANUEL REGLERO DE LA FUENTE. Monasterios y monacato en la España medieval, Madrid, Marcial Pons Historia, 2021 en DOI: https://doi.org/10.24197/em.22.2021.472-474, consultado octubre 12 de 2024.

[21] Historia del Derecho Canónico en Monografías,  https://www.monografias.com/trabajos97/historia-del-derecho-canonico/historia-del-derecho-canonico, consultado octubre 12 de 2024.

[22] Los resaltados efectuados en esta cita, como los que en adelante se harán en otras, serán especialmente utilizados para sustentar las conclusiones de estas investigación, haciendo, por supuesto, las referencias desatacadas como tal.

[23] Con muy buena información sobre el período primitivo JOAQUÍN SEDANO. “Transmisión de los textos e investigación sobre las fuentes históricas del Derecho canónico” en Ius Canonicum / Vol. 50 / 2010 / pp. 415 a 475 en https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/36348/1/201408IC100%282010.2%29-4.pdf, consultado octubre 12 de 2024.

[24] Estos eran llamados “Órdenes Terceras”: MARGARITA CANTERA MONTENEGRO. “Las órdenes religiosas” en Las órdenes religiosas en la Iglesia medieval (49), MARGARITA CANTERA MONTENEGRO & SANTIAGO CANTERA MONTENEGRO (Editores), pp. 123 y ss en https://www.bing.com/search?q=MARGARITA+CANTERA+MONTENEGRO.+“Las+órdenes+religiosas”&cvid=961ff7f6b633437f87b9651b07ba8165&gs_lcrp=EgZjaHJvbWUyBggAEEUYOdIBCTEzNTI3ajBqNKgCALACAA&FORM=ANAB01&PC=HCTS, consultado octubre 12 de 2024.

[25] “El derecho público se divide en derecho externo (jus externum) y derecho interno (jus internum). El derecho externo determina las relaciones de la sociedad eclesiástica con otras sociedades, ya sea cuerpos seculares (por lo tanto, las relaciones de la Iglesia y el Estado) o cuerpos religiosos, es decir, relaciones entre credos religiosos. El derecho interno tiene que ver con la constitución de la Iglesia y las relaciones existentes entre las autoridades legalmente constituidas y sus súbditos”: DERECHO CANÓNICO. Enciclopedia Católica Online «OMNIA DOCET PER OMNIA» en https://ec.aciprensa.com/wiki/Derecho_Canónico, consultado octubre 12 de 2024.

[26] JUAN PABLO II. CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA SACRAE DISCIPLINAE LEGES DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II PARA LA PROMULGACIÓN DEL NUEVO CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO,  Dicastero per la Comunicazione – Libreria Editrice Vaticana, en https://www.vatican.va/content/john-paul-ii/es/apost_constitutions/documents/hf_jp-ii_apc_25011983_sacrae-disciplinae-leges.html , consultado octubre 12 de 2024.

[27] JAVIER HERVADA. Introducción al estudio del Derecho Canónico, Pamplona, EUNSA, 2007,  pp. 25, 39, 31 y 39.

[28] JOSÉ DE JESÚS LEDESMA URIBE. Material didáctico de Derecho Canónico, Biblioteca Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, p. 253 en https://repositorio.uca.edu.ar/bitstream/123456789/16882/1/corpus-iuris-canonici-introducción.pdf , consultado octubre 12 de 2024.

[29] THOMAS DUVE. El Corpus Iuris Canonici: una introducción a su historia a la luz de la reciente bibliografía, Revistas de la Universidad Prudentia Iuris, PI nro. 61, Pontificia Universidad Católica de Argentina, 2006 en https://repositorio.uca.edu.ar/handle/123456789/16882, consultado octubre 12 de 2024.

[30] MARK CARTWRIGHT. “Monasterio medieval” en Enciclopedia de Historia Universal, J. M. QUEIROZ-NETO (Trad.), 2018 en https://www.worldhistory.org/trans/es/1-17680/el-monasterio-medieval/, consultado octubre 12 de 2024.

[31] “La mayoría de los monasterios femeninos seguían las reglas de la orden benedictina, pero a partir del siglo XII también hubo otras, notablemente las cistercienses, más austeras. En general las monjas seguían las mismas normas que los monjes, pero había algunos códigos escritos específicamente para las monjas que, en ocasiones, se aplicaban también en los monasterios de hombres. Las monjas estaban lideradas por una abadesa que tenía una autoridad total y que a menudo era una viuda que había adquirido cierta experiencia manejando las propiedades de su marido antes de unirse al convento. La abadesa contaba con la ayuda de una priora y varias monjas veteranas (obediencias) con responsabilidades específicas. A diferencia de los monjes, una monja (en realidad, cualquier mujer) no podía convertirse en sacerdote, por lo que en las misas del convento hacía falta la visita regular de un sacerdote: MARK CARTWRIGHT. “La vida cotidiana de las monjas medievales” en  World History Encyclopedia, ROSA BARANDA (Trad.), 2018 en https://www.worldhistory.org/trans/es/2-1298/la-vida-cotidiana-de-las-monjas-medievales/, consultado octubre 12 de 2024.

[32] CARTWRIGHT, Monasterio medieval, ob.cit.

[33] CARTWRIGHT, Monasterio medieval, ob.cit.

[34] SUSANA GUIJARRO. “El saber de los claustros: las escuelas monásticas y catedralicias en la Edad Media” en ARBOR Ciencia, Pensamiento y  Cultura CLX X XIV 7 31   mayo-junio (2008) en https://www.researchgate.net/publication/26616128_El_saber_de_los_claustros_las_escuelas_monasticas_y_catedralicias_en_la_Edad_Media, consultado octubre 12 de 2024.

[35] CARTWRIGHT, Monasterio medieval, ob.cit.

[36] LA VIDA EN UN MONASTERIO MEDIEVAL Jun 21, 2024 | 2º ESODivulgaciónHistoria Medieval EDUCAHISTORIA en https://educahistoria.com/la-vida-en-un-monasterio-medieval/, consultado octubre 12 de 2024.

[37]  “… las reacciones de los sujetos inscriptos en contextos de vida monásticos resultan explicables en términos de preservación de una racionalidad propia, centrada en la noción de disciplina y alentada por las expectativas de recompensas proporcionadas a los esfuerzos individuales”: ESTEFANÍA SOTTOCORNO.  “Semipelagianismo y disciplina monástica. Debates en torno a La Gracia durante el siglo V” en Anales de Historia Antigua, Medieval y Moderna Volumen 44–2012, Instituto de Historia Antigua y Medieval de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires en https://www.academia.edu/57607130/Semipelagianismo_y_disciplina_monástica_Debates_en_torno_a_La_Gracia_durante_el_siglo_V, consultado octubre 12 de 2024.

[38] Los tribunales de la Iglesia “hacían valer su autoridad en cualquier asunto que tuviera que ver ligeramente con el pecado”, esto es, incluso los mismos gobernantes aceptaron de buena gana la extensión de las competencias de las autoridades judiciales eclesiales a sujetos no pertenecientes a su cuerpo institucional, lo que se reflejó muy especialmente en los tribunales de la Inquisición, habida cuenta que “las preocupaciones espirituales siempre debían prevalecer sobre los códigos escritos”, por tanto no era para nada extraño que “los papas medievales se [arrogaran] la autoridad de definir la jurisdicción de los reyes europeos”: Cfr. PIRIE, Ordenar el mundo, ob.cit,   pp. 146, 170, 178, 179, 180, 181 y 394.

[39]  Cfr. CULLEN MURPHY. El tribunal de Dios. La inquisición y el mundo moderno, E. MERCADO (Trad.), México, Océano, 2014, pp. 43 y ss, 55 y 71.

[40] Cfr. MCKITTERICK y otros, La Alta Edad Media, ob.cit, pp. 150 a 152.

[41] Cfr. JACQUES LE GOFF. La civilización del occidente medieval, GODOFREDO GONZÁLEZ (Trad.), Barcelona, Paidós, 1999, pp. 40 y 41; ASIMOV, La Alta Edad Media. Historia Universal, obc.it, pp. 163 y ss y CATHERINE VINCENT. Breve historia del Occidente medieval, ESTHER BENÍTEZ (Trad.), Madrid, Alianza Editorial, 2001, pp. 122, 124, 125, 127, 128, 129 y 181.

[42] Cfr. VINCENT, Breve historia del Occidente medieval, ob.cit, p. 135.

[43]  Cfr. PAUL JOHNSON. Historia del Cristianismo, Barcelona, Vergara, E. MERCADO (Trad.), 2004, pp. 325 y 239.

[44]  Cfr. MCKITTERICK y otros, La Alta Edad Media, ob.cit, pp. 160 y 161.

[45]  Cfr. BLASCHKE, El enigma medieval, ob.cit, pp. 135, 136, 151 a 154.

[46]  Cfr. MCKITTERICK y otros, La Alta Edad Media, ob.cit, p. 160.

[47]  Cfr. ISAAC ASIMOV. La Alta Edad Media. Historia Universal, Madrid, Alianza Editorial, 2000, p. 99.

[48] SATURNINO RUIZ DE LOIZAGA. “Las órdenes religiosas del País Vasco en la Edad Media (siglos XIII-XV) a la luz de los documentos pontificios” en Historia de los religiosos en el País Vasco y Navarra, vol. 1, 2004, 283-316 en https://www.academia.edu/25778835/Las_órdenes_religiosas_del_País_Vasco_en_la_Edad_Media_siglos_XIII_XV_a_la_luz_de_los_documentos_pontificios, consultado octubre 12 de 2024.

[49] MARIEL PÉREZ & ANDREA VANINA NEYRA . “Obispos y monasterios en la Edad Media: aproximaciones y problemáticas” en Obispos y monasterios en la Edad Media. Trayectorias personales, organización eclesiástica y dinámicas materiales, Buenos Aires, Sociedad Argentina de Estudios Medievales, 2020.

[50] Cfr. https://sagradaescritura.net/reglas-monasticas/, consultado octubre 12 de 2024.

[51] SIGNIFICADO.COM en https://significado.com/reglas-monasticas/, consultado octubre 12 de 2024.

[52] CARLOS ARTURO GÓMEZ PAVAJEAU. La solidaridad en la antigüedad y la dogmática de la omisión, Bogotá, Giro Editores, 2007.

[53] Cfr. PIRIE, Ordenar el mundo, ob.cit, pp. 24 y 25.

[54] CARLOS ARTURO GÓMEZ PAVAJEAU & MARÍA MARTA GÓMEZ BARRANCO. Estudios de Derecho Penal. Teorías de la norma y del injusto, Bogotá, Ediciones Nueva Jurídica, 2021.

[55] CARLOS ARTURO GÓMEZ PAVAJEAU. “La ilicitud sustancial como un doble juicio: deontológico y axiológico” en Fundamentos del Derecho Disciplinario colombiano, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2018, pp. 115 y ss y CARLOS ARTURO GÓMEZ PAVAJEAU. Dogmática del Derecho Disciplinario, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2024, pp. 429 y ss.

[56] Cfr. PIRIE, Ordenar el mundo, ob.cit, pp. 16, 17, 18, 389 a 397.

[57] A partir de este espacio, lo que se escriba en negrillas y cursivas, entre comillas, proviene de las citas efectuadas y cuyas partes fueron debidamente resaltadas como se advierte al final de las mismas.

[58] CARLOS ARTURO GÓMEZ PAVAJEAU & MARÍA MARTA GÓMEZ BARRANCO. “El Compliance: responsabilidad del ciudadano del mundo. Su dodecálogo constitutivo” en Estudios de Neurociencias y Derecho, CARLOS ARTURO GÓMEZ PAVAJEAU & CAROLINA GUTIÉRREZ DE PIÑERES BOTERO (Directores), Bogotá, Ediciones Nueva Jurídica, 2024, pp. 165 y ss.

[59] CARLOS ARTURO GÓMEZ PAVAJEAU. “La ética de las virtudes, los preceptos estimulantes y las sanciones positivas: tres cuestiones pendientes en el derecho Disciplinario” en Crítica Disciplinaria. A propósito de la reforma, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2019, pp. 19 y ss.

[60] GÓMEZ PAVAJEAU, Dogmática del Derecho Disciplinario, ob.cit, pp. 429 y ss.

[61] GÓMEZ PAVAJEAU, Dogmática del Derecho Disciplinario, ob.cit, pp. 396 y ss.

[62] GÓMEZ PAVAJEAU, Dogmática del Derecho Disciplinario, ob.cit, pp. 388 y ss.

[63] MAURICIO FERNANDO RODRÍGUEZ TAMAYO. Naturaleza del Derecho Disciplinario. Vicisitudes de la jurisprudencia para su construcción autónoma e independiente en Colombia, Bogotá, Ediciones Ibáñez, 2022.

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