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“A la caza del estándar probatorio: Biografía no autorizada de la dogmática penal”

 

Maximiliano Rusconi.[1]

I. INTRODUCCIÓN

Siempre es útil, volver a observar con detalle a las relaciones entre el derecho penal, en particular el sistema dogmático de imputación penal y el sistema de enjuiciamiento. El mayor detalle de la mirada lo justifica el hecho de que, hasta ahora, este ángulo sólo ha producido, salvo escondidas excepciones, aportes de una lamentable superficialidad. Algo que en verdad debería ser inaceptable, ya que, si nos preocupa genuinamente el modo en que se estructura el sistema de imputación y lo que allí está en juego en moneda de libertades, el estudio de la relación con el sistema de enjuiciamiento debe presentarse como un camino de reflexión de gran impacto argumental.

Pretendo en esta ocasión, aunque de modo muy breve, repasar el modo como se han manifestado esas relaciones entre proceso y derecho penal, entre sistema de enjuiciamiento y sistema de imputación.

En este texto no ahorraremos provocaciones a efectos de (quizá) ayudarnos a comprender ciertas decisiones del propio camino evolutivo de la dogmática penal, que a menudo son presentadas (más allá de las propuestas de prognosis global) como cristalinamente intrasistemáticas y producto meramente de razones propias de la lógica más autosuficiente.

 

II. SOBRE LAS CARENCIAS EXPLICATIVAS DE LA EVOLUCIÓN DEL SISTEMA DEL HECHO PUNIBLE

La evolución del sistema de imputación jurídico penal ha sido materia permanente de la ciencia penal. Incluso, a menudo, el estudio de esta evolución ha sido analizado desde variadas ópticas metodológicas, científicas e incluso morales.

Sin embargo es muy posible que los juristas de todas las épocas sientan que a la hora de explicar las razones de la enormemente compleja evolución del edificio de la teoría del delito como instrumento sistemático, a unos y a otros, nos faltan herramientas conceptualmente aptas como para transmitir procesos de gran diversidad, colorido y variedad de texturas que al ser explicados aparecen en un devenir evolutivo tan simple como monocorde y expresado en una secuencia tristemente causal (la de lógica interna).

Incluso en las explicaciones históricas más detalladas se advierte una descripción evolutiva que está lejos de hacer honor a la meticulosidad laberíntica de la totalidad del sistema del hecho punible.

La corrección de esta hipótesis de trabajo estaría parcialmente ya verificada con solo multiplicar la utilización de la forma interrogante: “¿Por qué?”, ante cada descripción secuencial del proceso que han vivido los diferentes niveles del sistema del hecho punible desde las formulaciones de von Liszt y Ernst Beling.

Si analizáramos en qué porcentaje hemos obtenido respuestas autosuficientes frente a la totalidad de estos interrogantes metodológicos, nos daríamos cuenta de que, efectivamente, los juristas dedicados a la dogmática jurídico penal pertenecemos a un ejército con un arsenal más bien pobre.

¿Esta carencia de respuestas óptimas puede ser solucionada desde una mirada que haga eje en el proceso penal? Ese es el interrogante principal que pretendemos responder en los párrafos siguientes.

 

III. TEORÍA DEL DELITO Y PROCESO PENAL

Las relaciones entre proceso penal y sistema de imputación se han planteado desde más de una óptica metodológica.

A menudo hemos asistido a una visión socio-criminológica en la que derecho penal y sistema de enjuiciamiento aparecen como subsistemas (junto con el policial o el penitenciario) que integrarían un conglomerado socialmente complejo al que denominamos sistema penal.

En las últimas décadas también se ha presentado la posibilidad interpretativa de que tanto el derecho penal como el derecho procesal penal, no sean más que manifestaciones de una misma (aunque a veces contradictoria) política criminal del Estado[2].

Eventualmente, se ha intentado, quizá manteniendo la matriz anterior, ver como parte esencial, pétrea, de la política criminal del Estado al sistema de garantías y al derecho penal y al derecho procesal penal, como manifestación sistemáticamente organizada de los límites constitucionales para la aplicación de la pena.[3]

Los aportes de estas aproximaciones descriptivas han sido diversos, pero es posible reconocer en todos ellos un grado variable de veracidad.

 

IV. EL DERECHO PROCESAL PENAL COMO INSTRUMENTO DEL DERECHO PENAL

Ahora bien, desde hace mucho más tiempo, de modo científicamente estable, se adjudica incansablemente al derecho procesal penal como ciencia y al sistema de enjuiciamiento como fenómeno institucional, un claro rol instrumental: la realización de los fines proclamados (con mejor o menos suerte) por el derecho penal sustantivo[4].

De la famosa frase de BELING referida a que “el derecho penal no le toca al delincuente un solo pelo”[5], se ha desembocado de modo claro en una concepción del derecho procesal penal como derecho de realización[6].

Un derecho cuya finalidad específica “es la de conseguir la realización de la pretensión punitiva derivada de un delito”[7].

Qué se quiere decir con ello, en verdad, está lejos de tener precisión. Sólo podemos aquí aventurar algunas aproximaciones.

Se trataría de que el derecho procesal penal sólo provee la arquitectura para que pueda expresarse socialmente y como manifestación de poder estatal el propio derecho penal.

En las clásicas palabras de Giovanni Leone: “el derecho procesal penal es el instrumento para la aplicación de la norma penal”[8].

Más modernamente, de modo más sutil, encontramos la misma idea, por ejemplo, en Roxin:

“El derecho penal material, cuyas reglas fundamentales están contenidas en el StGB, establece los elementos de la acción punible y amenaza con las consecuencias jurídicas (penas y medidas) que están conectadas a la comisión del hecho. Para que esas normas puedan cumplir su función de asegurar los presupuestos fundamentales de la convivencia humana pacíficas es preciso que ellas no permanezcan sólo en el papel, en caso de que se cometa un delito. Para ello es necesario un procedimiento regulado jurídicamente con cuyo auxilio pueda ser averiguada la existencia de una acción punible y, en su caso, pueda ser determinada e impuesta la sanción prevista en la ley”.[9]

En algún sentido la pretensión jurídico penal formulada a través de las normas imperativas que definen la materia de regulación y definen la obligación de hacer nacer institucionalmente la consecuencia jurídica (la pena), sólo puede expresarse socialmente a través del camino y la escenografía que provee el sistema procesal, el modelo de enjuiciamiento que haya elegido el Estado para asegurar ese cometido. Esta visión es permanente en la opinión dominante[10].

En efecto, esta idea, sin perjuicio de sus diferentes matices en su formulación, ha formado parte de nuestro escenario cultural occidental, en particular, ha formado parte indispensable del catálogo de presupuestos ideológicos que han influido los modelos sociales y estatales provenientes de las matrices de los modelos de Estado de derecho acuñados en el escenario europeo continental.

Se podría afirmar con razón que el enfoque recién mencionado no siempre se ha referido al mismo centro problemático. Ello puede ser cierto. En ocasiones con la adjudicación de un rol instrumental del sistema de enjuiciamiento se ha querido estipular cierto deber conceptual o metodológico de la ciencia procesal de adecuarse político criminalmente a los fines de la pena o al propio devenir de su justificación ética (teorías preventivas o absolutas).

En esta ocasión pretendemos revisar la sostenibilidad de esta idea recién expresada. Tenemos la sensación de que este aparente carácter instrumental del derecho procesal penal y sustancialmente protagónico del derecho penal, definen roles, papeles o actuaciones de ambas disciplinas que están lejos de hacer verdadero honor a ciertos comportamientos históricos tanto del desarrollo de líneas argumentales, como de la elección de las agendas investigativas de quienes han ocupado lugares centrales de la doctrina dominante.

Si tuviéramos que definir el punto de partida a la manera de hipótesis más o menos plausible de trabajo podríamos arriesgar que hay buenas razones para pensar que esta relación que coloca al derecho penal en el centro de la toma de decisiones político criminales y al sistema de enjuiciamiento como ejecutando en su rol instrumental esa pretensión jurídico penal, en un papel tan deslucido como el que surge de pensar en una herramienta técnica sin autonomía valorativa, no puede ser sostenida de ese modo en el futuro.

Para complementar esta hipótesis, deberíamos decir que, también hay buenas razones para pensar que la realidad institucional de esa relación entre derecho penal procesal y sustantivo, ha sido en verdad casi la inversa de la que surge de la imagen que nos trae la opinión dominante: no es posible descartar que haya sido la dogmática jurídico penal, la ciencia que se ha ocupado de la teoría del delito o sistema del hecho punible quien ha cumplido un rol posiblemente servil de las pretensiones, mucho más expuestas político criminalmente, del sistema procesal. Algunas líneas argumentales pondrían en primera línea de estas reflexiones el hecho de que a menudo los sistemas procesales han tenido graves problemas para justificar sus decisiones en el marco de ciertas exigencias básicas de estándar probatorio. No hay que hacer demasiado esfuerzo para advertir cierta coincidencia en la producción de conceptos de imputación de la dogmática jurídico penal que venían a facilitar el problema probatorio. Si esto es así, y puede ser demostrado, entonces habrá buenas razones para preguntarnos por la legitimidad de esta evolución dogmática, y el precio en moneda de garantías que se ha pagado en más de 100 años de dogmática desde la propuesta de Von Liszt y Beling, hasta nuestros días[11].

Para estipular dos primeros indicios que llevarían agua para el molino de esta versión alternativa de los hechos, podríamos subrayar dos datos de gran importancia e influencia explicativa:

1. En primer lugar, ha sido consustancial a los sistemas de enjuiciamiento de todas las épocas ciertos niveles de incapacidad para lograr éxito en su tarea reconstructiva de la verdad histórica en dos niveles: primero para conocer el hecho como notitia criminis y luego para reconstruirlo, una vez conocido en sus datos esenciales, con vocación normativa sobre todo en instancia de la audiencia principal[12].

El compromiso con una tendencia cognoscitiva del sistema de enjuiciamiento, extremo que no sufrió grandes consecuencias en el trayecto sobre el puente post-iluminista entre el antiguo y el nuevo régimen, siempre se ha mostrado como una pesada carga para la justicia penal. El problema no es sencillo, ya que los modelos culturales de la Europa continental en esta materia no admitirían tan fácilmente un abandono de la búsqueda de la verdad[13] como eje principal del caso judicial. Se trata de uno de los legados inquisitivos de mayor prestigio y, posiblemente, buena salud.

2. El segundo lugar, por lo menos a nosotros no nos es posible negar que buena parte de los hitos de la evolución de la moderna dogmática penal, si no han sido guiados (como aquí pretendemos decir), seguramente han tenido como consecuencia llevar la atribución a lugares en los cuales la comprobación probatoria no presente demasiados problemas. Otras lecturas posibles de esta evolución presentan consecuencias diversas, sin embargo, este efecto de auxilio para el logro del estándar probatorio indispensable se muestra con nitidez y de modo no interrumpido.

En este sentido, debemos decir que, en primer lugar, los sistemas de enjuiciamiento penal nunca han logrado, en ningún momento histórico, ni bajo ningún paradigma organizacional, un mínimo de capacidad investigativa. La invocada hasta el hartazgo relación entre sistema procesal y búsqueda de la verdad en ningún momento ha descripto, bajo ningún ángulo visual, una realidad palpable o cuadro imaginativo creíble, aunque el slogan ha tenido la suficiente fuerza de convicción como para establecerse como el único objetivo legítimo del sistema judicial en materia penal[14]. Pero no podemos olvidar que los sistemas procesales nunca han sido buenos caminos de la reconstrucción de la verdad histórica. Ni el modelo procesal es un camino recomendable para ello, ni los jueces o fiscales representantes personalidades que nos hagan creer seriamente en las chances de acercarnos a la verdad. Nadie cercano al mundo operativo de los sistemas de justicia ha demostrado capacidad verificable de investigación de los hechos, reconstrucción histórica de la verdad, o búsqueda de la verdad material. Ello ha sido así, ya sea por limitaciones sorpresivas o por lógicas derivaciones de un par de convicciones, tanto en las ordalías, como en los sistemas acusatorios puros, en la más dura inquisición, en los modelos llamados mixtos o en el mundo contemporáneo. Y ello, insistimos, más allá de la fuerza con la cual se invoque como eje funcional de cada etapa la relación con la búsqueda de la verdad material.

Ello explica que el problema de la verdad haya sido siempre un eje de reflexión por parte de quienes participan del escenario de la ciencia procesal en materia penal[15]. Si no nos dejamos seducir por las sutilezas de las explicaciones más o menos modernas, es difícil negar que cualquier alejamiento del concepto de verdad material lo único que busca es facilitar el camino para instalar una historia oficial del hecho que debe imponerse con la ayuda de los atributos jurisdiccionales.

Incluso, ello sucede más allá de que se aluda a títulos que ofrecerían tranquilidad a la hora de desprenderse del objetivo de la construcción de esa verdad, como la denominada verdad formal o verdad consensual.

Sin embargo, es imposible no reconocer que ello siempre ha generado un serio problema de legitimidad de las decisiones del sistema judicial provocado por la vigencia de la garantía de segundo rango del favor rei como deducción del principio de inocencia (como garantía de primer rango) y el correspondiente estándar probatorio que esas decisiones requieren para pronunciar la condena.

La exigencia institucional de construir sentencias basadas en la verdad sobre los hechos ha sido siempre una preocupación de tan alto grado y estima que incluso en épocas de poco resguardo a la dignidad del ciudadano sometido a proceso se ha mantenido incólume. Un ejemplo digno de mejores causas lo constituye la propia inquisición: la reconocida incapacidad investigativa del inquisidor (no sólo personal, sino institucional), y la irrenunciable búsqueda de la verdad real o material, llevaron al primer plano probatorio al testimonio, al relato de lo sucedido.

Ese relato debía ser producido en primer lugar por lo protagonistas (autor y víctima) y se transformaba en la gran obsesión del modelo procesal inquisitivo. De este modo, la negativa del autor del hecho a confesar tenía que ser superada por un complejo y reglamentado sistema de aplicación de dolor (tortura).

Puede llamar legítimamente la atención que un sistema que no veía un problema en la tortura, evidentemente se podría haber permitido varios lujos procesales, pero nunca se permitió la osadía de abandonar la búsqueda de la verdad.

Más allá de su enorme influencia en Europa Central y el posterior traslado de la cultura inquisitiva a América Latina y el Caribe, estos puntos de partida se han mantenido incluso bajo sistemas que hoy son denominados de modo diverso como modelos mixtos, o acusatorio formales, etc.

Este escenario complejo, posiblemente haya generado la necesidad de exigir sigilosamente la producción de conceptos en el escenario de la dogmática penal que simplificaran al máximo no sólo el proceso lógico imputativo, sino ya la necesaria comprobación en el mundo de los hechos aún para las exigencias de los estándares probatorios vigentes desde el iluminismo.

Como ya hemos dicho más arriba, si esta hipótesis no es sólo plausible, sino correcta, entonces el sistema procesal o sistema de enjuiciamiento como escenario institucional y el derecho procesal penal como escenario académico, no habrían hecho honor al rol sólo instrumental que le ha adjudicado tradicionalmente la ciencia penal, sino que al contrario habrían configurado las pautas políticos criminales y necesidad operativas y de directa punición que han venido a ser salvadas raudamente por una ciencia dogmática que ha manifestado quizá cierto servilismo, ocultado detrás de pomposas invocaciones a reglas hermenéuticas, estructuras lógico objetivas,  vinculaciones con teorías sistémicas, teorías de justificación del castigo, etc, etc.

Esa tendencia puede ser intuida, como ya adelantamos, ya cuando se observa que, en gran medida, casi todas las grandes decisiones metodológicas del sistema del hecho punible han venido a facilitar el trabajo de confirmación procesal y casi nunca al revés. Se tratado en la mayor cantidad de casos de reducir el listado de requisitos probatorios a favor de ciertas inducciones, presunciones, etc., etc.

 

V. ¿GARANTÍAS?

Ahora bien, uno podría oponerse enérgicamente a este avance del desarrollo una hipótesis tan provocativa, con sólo recordar que tamaño trayecto histórico-funcional de la dogmática jurídico penal, no podría nunca haberse dado ni en la práctica ni, mucho menos, en el discurso, debido principalmente a que ello es incompatible con un derecho penal limitado por las consecuencias de un conjunto de garantías constitucionales[16]. Una dogmática jurídico penal que tiene como función manifestar en su expresión casuística un conjunto sumamente expresivo de límites constitucionales como el principio de subsidiariedad (de carácter fragmentario), legalidad, el principio de culpabilidad, el principio de in dubio pro reo, el principio de acto, el principio de proporcionalidad, etc, no podría estar atenta a satisfacer las exigencias del sistema procesal penal y sus dilemas de eficacia probatoria. Para decirlo en términos muy coloquiales: el sistema de dogmática jurídico penal, no podría bailar dos ritmos al mismo tiempo. El ritmo de las garantías tiene una melodía muy distinta al ritmo de las necesidades político criminales vinculadas con la superación del nivel de exigencia de certidumbre probatoria.

Pero es que, bien mirada la evolución del sistema del hecho punible, justamente, debemos decir que ha hecho poco honor a la tarea de ser o de transformarse en una manifestación sistemáticamente organizada de los límites constitucionales.

¿Hoy podríamos decir que el sistema del hecho punible ha contribuido a una limitación socialmente adecuada del uso del poder penal? En verdad, ¿hoy sabemos bien qué queremos decir cuando explicamos a los alumnos que el derecho penal es fragmentario, subsidiario o de última ratio? Sin duda, no se trata de algo que sea tan evidente como repetido[17]. Como bien hoy se pregunta un sector de la doctrina: “¿Fragmentos de qué? ¿Subsidiario respecto a que qué? ¿Ultima ratio en relación con que otras rationes? Se trata de cuestiones sencillísimas sobre las que, en cambio, jurisprudencia y dogmática sólo aportan escasa información. El hecho de que esta falta de claridad no parezca molestar a nadie, hace sospechar que a lo sumo estamos ante posiciones programáticas”.

Por ejemplo, ¿hoy podemos decir que el principio de culpabilidad encuentra su lugar adecuado de resguardo en el sistema del hecho punible? La respuesta afirmativa sería muy arriesgada, sólo alcanza con un ejemplo de un autor normalmente muy preocupado por los límites del derecho penal, veamos.

Según Schünemann, en el marco de una referencia a la tendencia de la nueva jurisprudencia del Tribunal Supremo Alemán que imputa los comportamientos ejecutados desde una organización jerárquicamente estructurada directamente a la cabeza de esta, “si se analiza fríamente, semejante Derecho penal es, más que irracional, descuidado –en comparación, es fácil de manejar y parece generalmente “acertar” (esto es, haber emitido la decisión fundamental en relación a la producción del acontecimiento indeseado)-. Este embastecimiento del lado subjetivo de la imputación implica, en verdad, una suplantación parcial del principio de culpabilidad, cuya observancia no sólo es irrenunciable para la legitimación de la pena frente al afectado, sino también para una concepción que ve al Derecho penal como una medida apropiada en una sociedad racional stricto sensu, dado que el comportamiento no culpable no es evitable mediante planificación y, por esa razón, tampoco se puede evitar con éxito mediante la amenaza de la imposición de una pena”[18].

Ahora bien, en forma inmediata, luego de tan fuerte declaración de principio, con un realismo sorprendente, el mismo autor aclara: “Sin embargo, un derecho penal ideal de culpabilidad se encuentra hipotecado en lo que respecta a la validez de su sanción con enormes problemas de prueba, por tanto, es discutible desde el punto de vista de su racionalidad instrumental”[19]

Entonces, según esto, daría la deprimente sensación de que las garantías constitucionales rigen en la medida que no sean antisistémicas en lo que respecta a las exigencias vinculadas con un específico estándar probatorio. Dicho más crudamente, será función del sistema del hecho punible interpretar las consecuencias de las garantías y límites constitucionales de manera que no generen demasiada impunidad. A este problema, exactamente, me quiero referir en lo que sigue.

 

VI. UN SISTEMA NEGATIVO DE COMPROBACIÓN: ¿ES ELLO INOCENTE?

Como venimos viendo hay buenas razones para pensar que no ha sido una causalidad que, en la propia evolución del sistema del hecho punible y de sus consecuencias dogmáticas para la solución de lo que la filosofía anglosajona denomina casos difíciles, siempre se descubre una tendencia a facilitar la superación de una exigencia probatoria que plantea el sistema de enjuiciamiento. De esto hay, lamentablemente, varios ejemplos.

Un primer escenario para pensar que la evolución del sistema dogmático de imputación jurídico penal siempre ha tomado en cuenta las necesidades probatorias de modo por demás comprometido con la eficacia del sistema de justicia penal, es identificable ya en la propia configuración dialéctica, en el propio método, del sistema de teoría del delito.

Ahora bien, es prudente preguntarnos aquí la razón por la cual la vía argumental de las garantías, por ejemplo, de los textos constitucionales, no ha tenido la intensidad como para haberse transformado en la gran fuerza motora de las evoluciones del sistema dogmático de la teoría del delito.

El problema es complejo y la respuesta no puede prescindir de una atenta mirada a la relativa indiferencia que le ha prodigado la ciencia penal alemana que se ha ocupado de la dogmática penal a la argumentación a través del sistema de garantías constitucionales. La explicación allí debe subrayar que antes de que apareciera muy modernamente un texto constitucional con “chances” de influir en este tipo de evoluciones, la filosofía, ética, y la ciencia jurídica alemana ya habían alcanzado, sin ningún auxilio constitucional, una madurez y precisión dignos de elogio[20].

Cuando repetimos incansablemente que el camino del sistema de imputación de la teoría del hecho punible facilita que se demuestre que nos encontremos con una acción, típica, antijurídica, culpable y punible, esto es, parcialmente, falso. Por lo menos en lo que concierne a las categorías de la acción, de la antijuricidad, culpabilidad y punibilidad (es decir, casi todas), el modelo funciona de modo inverso a lo que requeriría un sistema de comprobación y verificación activo: en principio hay acción, hay antijuricidad, hay culpabilidad y también punibilidad, salvo que se demuestre en el caso uno de los supuestos característicos que posibilitan obstaculizar la atribución de aquello que pretende adjudicar cada categoría sistemática.

Sólo frente a la evidencia de una circunstancia excluyente de la acción, de una causa de justificación, de un error de prohibición o de una excusa absolutoria, es que el intérprete está autorizado a problematizar sobre la inexistencia de la calidad sistemática del hecho que se conecta a cada categoría. De este tipo de afirmaciones a pensar que la duda es un escenario no de éxito, sino de fracaso del acusado, hay un solo paso y muy pequeño.

Pero no sólo eso, también hay inversiones de la carga probatoria que se exportan de una categoría a otra: ¿sino qué pretendía Welzel con la explicación detallada de que la tipicidad ya incluía un “indicio de antijuricidad”?[21].

Excedería a este trabajo detenernos en las reales posibilidades que posee el sistema de imputación en la actualidad, o incluso en el futuro, de generar sistemas positivos de comprobación de cada enjuiciamiento dogmático parcial en cada categoría. De sólo pensar que la ciencia del derecho penal actual debería desarrollar, por ejemplo,  un sistema activo de comprobación de en qué casos hay una acción como fenómeno que posibilita legítimamente la adjudicación personal a un ciudadano, nos embarga una tendencia a ser pesimistas sobre este tópico; lo mismo nos sucede cuando pensamos en la adjudicación de una tal conciencia potencial de la antijuricidad; pero ello no debe ocultar que entre un modelo y otro sólo hay ventajas (probatorias) para la tesis de la acusación en el marco del sistema de enjuiciamiento penal.

Quien crea que al diagnóstico se le adjudica una gravedad exagerada, debido a que  en el ámbito de la confirmación de la tipicidad como materia de la prohibición o mandato, la comprobación, en cambio, es positiva, no debería festejar antes de tiempo: allí también, pero por otras razones, el sistema ha desarrollado su propia capacidad para sortear las exigencias probatorias lesionando el in dubio pro reo: sin ir más lejos ese ha sido el costo del trabajo con hipótesis que proponía la teoría del comportamiento alternativo conforme a derecho y los enjuiciamientos más tranquilizadores que provenían de una descuidada teoría del incremento del riesgo.

 

VII. EL TRANSITO DEL SISTEMA CLÁSICO AL FINALISTA

Es ya tradicional repetir la historia oficial sobre las razones de la gran revolución sistemática que representó la irrupción del finalismo. Es indudable que la producción filosófica de Welzel colaboró para que los penalistas no sólo observemos el lugar en donde se ubicaba el dolo, sino la compleja fundamentación ius-filosófica que el profesor de Bonn daba como punto de partida. Es también posiblemente cierto que el edificio sistemático, bajo el nuevo modelo, adquiría una racionalidad indiscutible. Ahora bien, ¿los efectos puntuales en la solución de los casos justificaban la tremenda publicidad que se le otorgó al cambio?. Posiblemente no, si es que uno no le otorga al caso del error de prohibición evitable, sobre los presupuestos objetivos de la causa de justificación, cuando no está previsto el tipo imprudente, una dimensión estadística que, en verdad, no tiene[22].

Ahora bien, si el cambio no se manifestaba en las consecuencias del modelo conceptual de adjudicación de pena, ¿dónde se encontraba?. Posiblemente el segundo cambio, menos visible, pero quizá mucho más importante, hay que verlo en que ahora ya no hacía falta probar un conocimiento actual sobre la antijuricidad, sino que alcanza con uno potencial. Al trasladar el dolo y su actualidad al ámbito de la tipicidad, la prueba sobre la conciencia de la antijuricidad logró una simplificación notable.

Con ello no se quiere afirmar que éste haya sido el objetivo, sino sólo subrayar por ahora que la principal consecuencia del tan notable salto del causalismo al finalismo no ha sido sistemático-conceptual, sino probatoria.

 

VIII. LA EVOLUCIÓN DEL DOLO

Las exigencias probatorias que representaba el lado subjetivo del hecho siempre fueron un grave problema para un sistema de enjuiciamiento con una tradicional incapacidad para investigar ya simplemente las manifestaciones externas. No sería, creo, muy conspirativo suponer que a ello se ha debido la contínua evolución del concepto de dolo en la dogmática moderna que, si ha tenido algún eje permanente, ha sido la búsqueda de la simplificación probatoria. No es posible hacer un relato completo de esta evolución que, por lo demás es suficientemente conocida: del enorme debilitamiento sistemático del dolo que significó en el tránsito entre causalismo y finalismo que se cancele el juicio de antijuricidad como objeto referencial, se pasa, ya entrados los últimos 30 años a cuestionar la tradicional definición del tipo subjetivo de la tipicidad como conocimiento y voluntad, para, incluso con referencias garantistas a Ulpiano (Cogitationis poenam nemo patitur), circunscribir la atribución al mero conocimiento y, ya en los últimos años, comenzar a instalar la idea de que a determinados niveles de riesgo asumidos, entonces, la demostración del conocimiento es superflua.

No cabe ninguna duda que esta evolución tiene tanto impacto en la actividad del Ministerio Público Fiscal como cualquier aumento presupuestario destinado a las actividades de las fiscalías.

Lo cual lleva a preguntarnos cuánto hay de cierto a la hora de definir las exigencias conocidas del principio de culpabilidad y el ideal científico que siempre remite a la idea de que las normas (por lo menos aquellas que establecen deberes, de actuar o de omitir) tienen una función comunicativa y de determinación. Sin una demostración de que el sujeto conoce que ha ingresado en el ámbito fáctico que activa la función reguladora de la norma (aquello que era asegurado por la instancia del dolo), no hay ninguna comunicación y mucho menos actividad de determinación normativa sobre el ciudadano.

A pesar de lo relatado hasta aquí, el dolo ha seguido siendo un problema, por ello el último guiño del desarrollo del concepto de dolo por los dogmáticos al proceso penal y sus necesidades se ha producido en los últimos quince años y tiene su reflejo más evidente en la monumental investigación de RAGUÉS I VALLÈS sobre “el dolo y su prueba en el proceso penal”[23].

Para este autor: todo aquello que no pudiera determinarse procesalmente no merecería siquiera la pena incluirlo en el concepto inicial.

Claro que ello es lo mismo que decir que los conceptos iniciales van a definirse de acuerdo a su determinabilidad procesal. Pero, si ello es así, el concepto estará integrado o influido por razones propias del proceso de verificabilidad. Algo que puede ser discutido.

La visión crítica, hay que decirlo, parte de afirmar que “concepto” y “prueba” pueden y deben ser separados. Por ejemplo, VOLK es más bien escéptico frente a esta diferenciación: “Esta diferencia no es forzosa ni evidente. En numerosos campos del conocimiento no se puede trabajar de esta manera. En esos ámbitos es el procedimiento de prueba el que decide sobre la ‘existencia’ de ciertos fenómenos (cifras, estrellas, partículas elementales, etcétera). No obstante, los juristas consideran ‘lo correcto’ conceptualmente más importante que el problema de su realización y prueba”[24].

El comentario de VOLK es sin duda provocador, sin embargo, en él se desdibujan las similitudes y las diferencias de los ámbitos científicos que administra para el ejemplo. “Ciencia jurídico-penal” y “Ciencias duras” coinciden en algo: también en las ciencias du- ras el concepto es anterior, como mínimo cronológicamente, a la comprobación empírica: de otro modo no podríamos definir el campo metodológico del proceso de verificabilidad. Es decir, sólo se ensaya la prueba sobre un concepto que como idea ha nacido antes que su verificación. El proceso empírico es inimaginable prescindiendo de la referencia. Ya ello demuestra, para todas las ciencias, que “concepto” y “prueba” deben separarse. El concepto de cisne blanco debe haber nacido antes que el conteo de cada uno de los integrantes de ese grupo y el chequeo de que no hay uno solo que sea negro. Si el camino científico luego tiene imposibilidad de demostrar que efectivamente todos son blancos, ello no dice nada acerca del concepto mismo.

Ahora bien, lo más notable son las diferencias. En la ciencia jurídico-penal el tránsito entre hechos y prueba viene guiado por un conjunto de garantías constitucionales. Si aquello que la ciencia define como dolo y que incluye conocimiento y voluntad, luego de que no puede ser probado, es transformado, tomando en cuenta este problema de eficacia en la distribución del castigo, en un nuevo dolo, pero que ahora incluye solamente el conocimiento, no sólo he establecido un diálogo entre hecho y prueba, sino que he definido que la imputación que antes era un fracaso sea, ahora y por arte de magia, un éxito.

En su muy importante investigación doctoral sobre el dolo eventual, PÉREZ BARBERÁ describe dos intentos conceptuales de definir el dolo eventual “a partir de dificultades probatorias”[25]. Allí se hace cargo de las tesis de HRUSCHKA y HASSEMER. En el primer caso se trata de objetar que el dolo sea un hecho y por lo tanto que no es algo que se deba constatar y, en el caso de HASSEMER, se trata de que el dolo, según él, es un hecho interno “no observable”.[26]

No es éste el lugar para terciar en este debate, pero sí para advertir lo que está sucediendo: por una vía o por otra se trata de ofrecerle soluciones al proceso penal, ya argumentales, ya conceptuales, que tengan claramente el efecto de la tranquilidad probatoria.

 

IX. LA TRANSFORMACIÓN DEL CONCEPTO DE AUTOR

Como sabemos, la teoría de la autoría ha sido una de las que mayores transformaciones ha sufrido en la evolución del sistema del hecho punible.

En el marco, del desafío que consistía en obtener consecuencias de la teoría del dominio del hecho para la solución de casos complejos o de trascendencia político criminal, la dogmática jurídico penal ya le había hecho al sistema de justicia propio del mundo procesal algunas ofrendas: las necesidades propias de los crímenes del nacionalsocialismo alemán motivaron el desarrollo del concepto de autoría por dominio subjetivo de un aparato de poder. Que la idea traiga una enorme carga de energía políticamente correcta no puede hacer olvidar que ya aquí se trataba de quitarle la responsabilidad al sistema de enjuiciamiento de demostrar probatoriamente la vinculación de quienes conducían el aparato de poder con el hecho puntual de la atribución: algo que hoy vemos como natural, pero que, debemos coincidir, se trataba del eje del sistema de justicia penal.

Sin embargo, ese modelo podía solucionar la prueba en algunos casos pero no en algunos supuestos de delitos especiales. Como sabemos, en los delitos de infracción de deber[27] la forma externa de intervención es indiferente.[28]

Claro que si la forma externa del hecho no interesa[29], entonces será mucho más sencillo instalar un cuadro probatorio convincente: es objeto de la prueba sólo la situación que desempeña el, por ejemplo, funcionario y nada más.

Una herramienta conceptual que en un contexto de tradicional ineficacia de los sistemas de enjuiciamiento en la investigación de los delitos de corrupción de funcionarios públicos, se transforma en indispensable. Una nueva muestra de un sistema dogmático que produce evoluciones conceptuales pensando en su impacto probatorio-procesal.

La evolución recién mencionada sobre el concepto de autoría ha facilitado otra gran transformación no sólo expansiva sino de superación de estándar probatorio: el transformar imputaciones a comportamientos activos en imputaciones a comportamientos omisivos. Esto genera un enorme impacto procesal. En primer lugar en términos de exigencias probatorias. Es indudable que frente a las dificultades que genera demostrar que “X” ha conducido el curso lesivo, mucho más sencillo es demostrar que el sujeto no lo ha evitado en posición de garante. En realidad, se trata casi de una inversión de la carga de la prueba.

Sin embargo el impacto es dual: la confusión conceptual, aunque prolijamente presentada, entre imputaciones a la acción e imputaciones a la omisión, genera de modo indudable una tremenda indefinición del hecho a la hora de la atribución procesal y una trascendente violación del principio de congruencia: nadie se defiende del mismo modo de una imputación omisiva o de una activa.

 

X. LA CRISIS DEL DOGMA CAUSAL: LA CAUSALIDAD INDEMOSTRADA Y LAS RAZONES DEL SURGIMIENTO DE LA IMPUTACIÓN OBJETIVA

La causalidad siempre fue entendida durante mucho tiempo como un elemento esencial de los tipos penales. El pensamiento clásico estaba adecuadamente reflejado en ENGISCH: “Lesión de los intereses y puesta en peligro de los intereses hallan su sustrato real, en general, en la producción (causación) de modificaciones en el mundo exterior (especial o ajeno a lo psíquico)”[30].

A través de un fundacional trabajo de KAUFMANN, tempranamente traducido al español, hemos conocido los alcances de una sentencia trascendente en la evolución de la crisis del hasta ese momento dominante dogma causal y de la incipiente paralela evolución de la teoría de la imputación objetiva[31].

En este caso, en verdad, el primero de una serie muy importante de supuestos similares en Alemania, España e Italia, se sometió a análisis, entre otros temas, qué hacer en los casos en los cuales la información proveniente de las ciencias auxiliares puede ayudarnos a determinar la certeza entre determinados factores de riesgo y la enorme cantidad de resultados disvaliosos sometidos a proceso. En definitiva, la tan consolidada idea de la causalidad obligaba al sistema penal a un estándar probatorio, a una idea de certeza, francamente imposible de sostener empíricamente. Para el buen lector, el futuro ya iba siendo visible: paulatinamente se irían abandonando las clásicas teorías causales. Lo que no se puede comprobar deja de ser una exigencia conceptual, diría el axioma de moda. El riesgo ex ante remite simplemente a un pronóstico, la causalidad ex post exige un sistema probatorio.

En el futuro todo sería más sencillo, las teorías del riesgo (de las que se nutre la teoría de la imputación objetiva) posiblemente no requieran la comprobación científica de una teoría de la causalidad general. El concepto de peligro o de riesgo remite, justamente, a aquello sobre lo cual existe un porcentaje de desconocimiento, de sorpresa, de ausencia de dominio, la idea del riesgo busca imputar aún sin saber si ese proceso lesivo iría a producir el daño efectivamente.

Ello posiblemente explique el enorme desarrollo del derecho penal del producto bajo el amparo de las modernas teorías no causales de la imputación y sobre todo la enorme seducción que han ejercido sobre los operadores judiciales.

 

XI. FÓRMULAS HIPOTÉTICAS DE LAS TEORÍAS DE LA CAUSALIDAD FRENTE A LAS TEORÍAS DEL INCREMENTO DEL RIESGO

Un ejemplo notable de cómo la evolución de la dogmática penal ha tenido como objetivo operativo el solucionar dificultades probatorias en el proceso y, por ello mismo, ha sustituido concepciones que han facilitado la imputación en casos de “prueba difícil”, se advierte, nuevamente en el marco de la teoría de la imputación objetiva, en el desarrollo del criterio de imputación propio del principio del comportamiento alternativo conforme a derecho. Allí, frente a la posición que hace depender la imputación de la respuesta que otorgue el trabajo con hipótesis, respuesta que requería comprobar como mínimo que con una probabilidad rayana en la certeza el resultado se habría evitado. ROXIN, particularmente, ha propuesto prescindir de ese juego de hipótesis mediante la teoría del incremento del riesgo42.

El derecho penal con el abandono de las hipótesis[32] va renunciando a la ardua tarea de comprobar si el sujeto efectivamente ha empeorado el contexto de supervivencia de los bienes. Nuevamente estamos en presencia de una tendencia que facilita el difícil tránsito probatorio, pero, claro con nítidos efectos sobre el ya dañado favor rei. 

XII. MÁS ALLÁ DE LA ÉTICA CIENTÍFICA DE LA DOGMÁTICA PENAL: ¿ES NECESARIO INCLUIR ESTA PREOCUPACIÓN EXTERNA, O SE TRATA DE ÁMBITOS EN LOS CUALES LA PALABRA LA PUEDE TENER LA PARTE ESPECIAL?. LOS ADELANTAMIENTOS, EL JUZGAMIENTO DE HECHOS POSTERIORES Y LOS DELITOS DE SOSPECHA 

Sin duda, todos podríamos esperar una conclusión contundente, que emita un juicio de valor sobre si está bien o mal que la evolución científica de la dogmática jurídico-penal tome como impulso cíclico la necesidad de sortear complejas exigencias probatorias. Sin embargo, podemos solamente expresar nuestra preocupación y, en todo caso, subrayar la necesidad de que estas coincidencias se investiguen a efectos de encontrar patrones y luego discutirlos. 

Ahora bien, la tendencia a una visión crítica, que en verdad no podemos ocultar, se profundiza cuando se recuerda que estos objetivos de zigzagueo de las exigencias o estándares probatorios, la ciencia penal o, en general, el derecho penal lo busca, y normalmente lo consigue, a través de determinadas políticas legislativas que usualmente definen estructuras ilícitas pensando en la necesidad de liberar a la imputación y a la misma condena de complejas certificaciones de reconstrucción históricas. El fenómeno no es nuevo, sólo que ahora se invita a observarlo desde la perspectiva que plantea el trabajo.

Todo lo que nos hemos acostumbrado a denominar, siguiendo en este punto a JAKOBS[33], como adelantamientos de la criminalización en estadios previos a la lesión de bienes jurídicos, ha estado destinado a lograr imputaciones con estándares probatorios bien bajos por lo menos en los sectores cercanos a la lesión. Un ejemplo ya clásico lo tenemos en los delitos de peligro abstracto que ya en la ciencia dominante vienen definidos como que prescinden de una demostración de peligro en el caso individual[34]: como sabemos, aquí alcanza con la atribución del carácter peligroso a una clase de acciones, en todo caso, el carácter de peligroso de esa clase de acciones pasará de ser una exigencia probatoria en el proceso a una condición de legitimidad de la intervención legislativa. No cabe duda que la legitimidad de estas estructuras ha sido motivo de vivas discusiones[35].

Pero no sólo se trata de adelantamientos, sino también de criminalización en el estadio posterior: un ejemplo claro lo constituye, en el ámbito del derecho penal argentino, la polémica figura del enriquecimiento ilícito que, por propia confesión de su inspirador, el profesor de la Córdoba argentina, Ricardo NÚÑEZ, sabemos que ha nacido como resultado de la resignada certeza de que iba a ser casi imposible probar los hechos configuradores de cohechos pasivos o activos en el ámbito de los delitos de funcionario público. Ello hacía nacer la necesidad de esta especie de, para decirlo con las palabras del mismo autor cordobés, “juicio de residencia”[36].

Por otro lado, el legislador ha enfrentado la “falta de certeza”, en el llamado homicidio en riña: Dice el art. 95 del Código Penal Argentino: “Cuando en riña o agresión en que tomaren parte más de dos personas, resultare muerte o lesiones de las determinadas en los artículos 90 y 91, sin que constare quiénes las causaron, se tendrá por autores a todos los que ejercieron violencia sobre la persona del ofendido y se aplicará reclusión o prisión de dos a seis años en caso de muerte, y de uno a cuatro en caso de lesión”[37].

Repasados estos caminos, más allá de la crítica constitucional o político criminal, no parece que sea muy sano adicionalmente acoplarle a este modelo una ciencia penal que estructura sus conceptos de imputación incorporando como eje referencia a su viabilidad probatoria. Parece en todo caso más legítimo que sea el propio legislador el que decida hasta donde llega en este riesgoso camino. O, en todo caso, mucho peor es que el camino lo emprendan tanto la ley como la ciencia.

De un modo más bien dramáticamente sincero, ha sido VOLK quien le ha atribuido la responsabilidad al legislador: “Ya que todos los instrumentos procesales ya están a disposición y la máxima in dubio pro reo no puede ser modificada, la facilitación de la posibilidad de probar puede ser alcanzada solamente mediante la derogación -lisa y llana- de elementos propios del derecho material que son de difícil prueba. Se trata de una estrategia desde hace tiempo probada, de la cual se ha servido de manera abundamente el derecho penal económico alemán desde 1976”. Volk pone como ejemplo el paragráfo 264 del StGB –estafa de subvenciones- en el cual se han derogado más de un elementos típico y los casos de imprudencia temeraria surgidos de la dificultad probatoria del dolo. Para Volk: “no existe un método mejor para echar la máxima in dubio pro reo en saco roto: sobre un elemento del tipo que ya no existe porque fue derogado ya no se pueden presentar dudas”.[38]

Hay algo seguro: si la tendencia ya ha invadido a la actividad legislativa, la dogmática jurídica penal debería estar más preocupada por descubrir los límites de legitimidad de estas simplificaciones de los procesos de subsunción que por potenciar aún más este tipo de desbordes.

 

XIII. ¿EL COLMO DEL NORMATIVISMO?

Como sabemos, desde hace poco más de treinta años la dogmática jurídico-penal ha ingresado en una etapa en la cual se ha ido desprendiendo con firmeza de cualquier anclaje ontológico. A esta etapa, liderada por las plumas de ROXIN y JAKOBS, nos hemos acostumbrado en denominarla como “normativista”. Nadie podría decir que ambos modelos son idénticos, todo lo contrario, en cada uno de estos caminos anidan puntos de partida y objetivos diametralmente opuestos. El planteo de ROXIN parte de un sistema abierto y el de JAKOBS de uno cerrado, autorreferente. 

En un trabajo sumamente importante, el profesor MIR PUIG demostró que algunos de estos planteos normativistas (en particular el de JAKOBS) no son científicamente necesarios y privan al derecho penal de límites[39].

En ese texto, el profesor de Barcelona busca encontrar esos límites apoyándose en los trabajos del filósofo SEARLE sobre la construcción de la realidad social[40].

Del planteamiento de SEARLE, Mir Puig obtiene las siguientes consideraciones: “1) Todo hecho social, incluso los más complejos, como los institucionales, requiere alguna base física. En la terminología que solemos usar los penalistas: no hay nada puramente normativo. 2) Todos los hechos institucionales tienen algo de normativo, puesto que presuponen reglas constitutivas que son las que les atribuyen su sentido específico. 3) Las normas jurídicas son hechos institucionales creados por los legisladores que a su vez operan como reglas constitutivas de otros hechos institucionales, como la asignación del estatus de delito a determinadas conductas, pero que pueden (y generalmente creemos que deben) operar también como reglas regulativas que tratan de influir empíricamente (y no sólo simbólicamente) en los comportamientos físicos y sociales de los ciudadanos. 4) Los seres humanos son el soporte físico y mental de los hechos sociales, incluidos los institucionales, cuya propia existencia se debe al acuerdo de seres humanos”[41].

Se genera un camino de limitación del ámbito universal de intervención del derecho penal condicionado por lo que denominamos “realidad social”.

Ello tiene consecuencias visibles, a saber, para decirlo nuevamente con las propias palabras de MIR PUIG: “Si el derecho penal ha de estar al servicio de los seres humanos, habrá de proteger intereses reales de éstos, ya sean directamente vinculados a su individualidad —como la vida, la integridad física, la libertad sexual, el patrimonio, etcétera—, ya sean mediados por instituciones de las que dependen intereses individuales —como la Administración de Justicia u otras instituciones estatales—. Los bienes jurídico-penales han de verse como concreciones de estos intereses reales de los individuos, directos o indirectos, que merecen por su importancia fundamental la máxima protección que supone el derecho penal. Así entendidos, han de constituir la referencia básica para determinar la función del derecho penal en un Estado social y democrático de derecho”[42].

Ahora bien, es posible pensar que en el marco de todo este esfuerzo recién descripto para devolverle al derecho penal un conjunto de límites racionales, hay buenas razones para entender que no se debería llevar bien un camino argumental que incorpore como nueva dimensión del normativismo su viabilidad probatoria. Es decir, de este modo el normativismo influiría en dos niveles: en primer lugar, al adjudicar el concepto a un sector de la realidad, sin tomar en cuenta, por ejemplo, los límites propios de esa realidad. En segundo lugar, el normativismo de segunda velocidad influiría a la hora de volver a trastocar ese concepto, cuya conexión ontológica ya ha estado desdibujada, pero ahora para quitar dimensiones que dificulten su tránsito probatorio o procesal. ¿Algo que podríamos definir como “el colmo del normativismo”?

 

XIV.  ¿DE QUÉ SE HABLA CUANDO SE HABLA DE UN SISTEMA INTEGRAL DEL DERECHO PENAL?

En los últimos años se viene proponiendo, bajo el sugerente prólogo de una determinada forma de hacer dogmática, a caballo del derecho penal sustantivo, el derecho procesal penal y el derecho constitucional, el desarrollo de un sistema integral del derecho penal. La propuesta se transforma inicialmente en una idea altamente sugerente, y también instala el temor de que nuevamente se trate de construir un sistema dogmático que, como primera medida, tenga como objetivo central hacerse solidario con el tránsito probatorio del “caso difícil”.

El problema ha estado correctamente definido por SILVA SÁNCHEZ: “el sistema de la teoría del delito es, todavía, insuficientemente abierto. No sólo, en primer lugar, por la insuficiente apertura a los grupos de casos problemáticos; no sólo, en segundo lugar, por su insuficiente apertura a las fronteras borrosas de los conceptos; sino también, en tercer lugar, por su insuficiente apertura a aquello que sucede más allá del Rubicón de la culpabilidad. Y se convendrá que esto último no es sino una evidencia que se manifiesta en la incapacidad de la teoría del delito para informar de modo completo la actividad judicial orientada a la imposición o no de una pena a un sujeto determinado”[43].

La tendencia[44] no es desechable en la medida que se advierta que una cosa es conectar teoría del delito y proceso penal y otra cosa es que los límites conceptuales que administra la teoría del delito pierdan sustancia a favor de la aplicabilidad procesal del sistema de imputación.

Sin perjuicio de ello, que la conexión comentada puede ser sana lo demuestra lo que hoy sucede en el nivel de la determinación judicial de la pena, en el marco del cual, por ejemplo, la cuantificación punitiva ha dejado de ser insensible, a través del instituto de la pena natural, al sufrimiento procesal propio de la prisión preventiva.

 

XV. RAZONES PARA OPONERSE A ESTA TENDENCIA

En el caso, reconozco que todavía sin demostración acabada, de que demos por cierta esta reescritura de la dogmática jurídico penal en su desarrollo histórico, una especie de diagnóstico dinámico, todavía queda por evaluar las razones que nos permiten llegar a la conclusión que esa evolución ha transitado por caminos errados, incorrectos, o simplemente disvaliosos.

La pregunta, a esta altura, debiera rezar del siguiente modo: ¿aún cuando consideremos que la dogmática penal ha producido más de una evolución de conceptos a efectos de facilitar la comprobación probatoria en el marco del sistema de enjuiciamiento penal, porqué razón ello debe ser considerado críticamente u objetado?. ¿Acaso no puede ser legítimamente una función de la dogmática penal el proponer conceptos que puedan probarse y, en todo caso, evitar las definiciones conceptuales que impliquen prueba difícil o imposible?.

Quien haya tenido la mala fortuna de seguir nuestro razonamiento hasta aquí ya puede intuir nuestra respuesta inmediata a estos interrogantes: en principio debemos decir que nos parece una muy mala noticia que la dogmática jurídico penal se encuentre primordialmente inspirada por este tipo de consecuencias externas. Si la idea originaria de orientación a las consecuencias pretendió incorporar la consecuencia de debilitar las exigencias probatorias entonces se hubiera tratado de un programa científico de bases éticas cuestionables. Pero el cuestionamiento a esta evolución insisto, de ser cierta ella tal cual le hemos intentado describir, merece cierta precisión instrumental. Será necesario, a partir de ahora, exponer con algún detalle las razones por las cuales creemos que la dogmática penal ha tomado caminos inadecuados .

La búsqueda de una justificación ética se hace, aquí, imperiosa por una razón adicional que pasamos a explicar. 

La dogmática jurídico penal le sirve a la teoría del delito para el logro de decisiones sobre la punibilidad que deben responder en forma ideal, al sistema propio de la lógica interna deóntica y coincidir con ciertos valores externos al sistema pero de una legitimidad a axiológica, incluso normativa, indiscutible.

En los supuestos de casos que analizamos este doble baremo de legitimidad puede presentarse de modo muy debilitado. En primer lugar, el cumplimiento del estándar de lógica interna, al no ser el objetivo principal del sistema puede no verificarse. En segundo, el objetivo externo de lograr un “caso de prueba fácil” no se presenta como un objetivo de legitimidad ética o valorativa del cual no pueda dudarse.

Si en vez de construir un concepto que surja sólo de la ley penal y del descubrimiento hermenéutico de su alcance, primero el intérprete y, lo que es peor, la ciencia penal, primero se dedica a averiguar que es lo que en verdad el sistema de reconstrucción histórica puede probar para adecuar la conceptualización a aquello que en el ámbito de la duda ya dejaría de ser un lugar de asilo, propio del Estado de Derecho, para el imputado, para pasar a ser sólo una decisión estética de puro carácter funcional. Si el mantenimiento del in dubio pro reo no tiene costos adicionales entonces habrá que pensar que el principio de inocencia pasa de ser una garantía constitucional a ser un adagio superfluo. 

 

XVI. CONCLUSIÓN

En este texto sólo se busca establecer de modo muy simple una hipótesis de trabajo. Ella requiere una gran profundización, pero sin lugar a dudas invita a una reflexión sobre tres ejes fundamentales:

  1. a) Es necesario una investigación más profunda y menos “aséptica” sobre las verdaderas razones que han guiado ciertas instancias de la evolución dogmática en materia jurídico-penal.
  2. b) Es muy probable que no sea ya justificado referirse a un rol instrumental del sistema procesal penal.
  3. c) Hay posiblemente buenas razones para que el pensamiento garantista no sólo dirija su preocupación a la llamada “expansión” del derecho penal[45], sino que también hay otra “inflación” del poder penal que pasa por reducir las exigencias propias de los estándares probatorios necesarios[46].

 

 

[1] Profesor Titular de Cátedra de Derecho Penal de la Universidad de Buenos Aires.

[2] Maier, J.B.J, “Política Criminal, derecho penal y derecho procesal penal” Revista Doctrina Penal, Ed. Depalma, Buenos Aires, 1978.

[3] Rusconi, Maximiliano, “Derecho Penal. Parte General. 2da edición”, pág. 193.

[4] Baumann, Jürgen, “Derecho procesal penal. Conceptos fundamentales y principios procesales”, traducción de la tercera edición alemana (1979) de Conrado Finzi, Depalma, Buenos Aires, 1986, pág. 2 y 3: “El derecho penal material regula, como el derecho civil material, el nacimiento, la modificación y el fin de relaciones jurídicas (sobre todo de pretensiones); el derecho procesal penal se ocupa, como el derecho procesal civil, de la realización de esta situación jurídica, normada por el derecho material, en un procedimiento especial. El derecho procesal penal, el derecho procesal civil, el derecho procesal administrativo y el derecho procesal constitucional son derechos auxiliares, destinados siempre a realizar el derecho penal material, civil, administrativo y constitucional”.

[5] beling, Derecho procesal penal, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Córdoba, 1943, § 1.1, p. 2. Sobre las consecuencias de esa frase, véase, MAIER, Derecho procesal penal, 2da edición, 1996, Editores del Puerto, t. I, p. 84.

[6] CLARIÁ OLMEDO, Jorge, Tratado de derecho procesal penal, Ediar, Buenos Aires, 1960, t. I, no 9 y ss., p. 13 y siguientes.

[7] MANCINI, Vincenso, Tratado de derecho procesal penal, traducción de Sentís Melendo, Ejea, 1970, t. I, p. 241.

[8] Leone, Giovanni, “Tratttato di Diritto Prosessuale Penale. I. Dottrine Generali”, Napoli, 1961.

[9] Roxin, C, Strafverfhrensrecht, traducción de la 25° edición de Gabriela Córdoba y Daniel Pastor, Editores del Puerto, Buenos Aires, 2000, p. 1..

[10] Véase ZAFFARONI, Proceso penal y derechos humanos: códigos, principios y realidad: “Nadie pretende que el derecho pro- cesal sea un brazo del derecho penal en sentido estricto, pero nos parece que es muy claro que debe guardar una vinculación estrecha y cierto grado de dependencia de éste, entre otras razones, porque nunca puede ser considerado un fin en sí mismo”. Véase, en versión electrónica en www.alfonsozambrano. com/ doctrina_penal/19082012/dp-proceso_penal_DDHH.pdf.

[11] Por eso, el importante aporte de Ramón Ragués acerca de la necesidad de una visión integrada tiene sin embargo de un punto de partida sólo parcialmente cierto. Según el Profesor de Barcelona: “Curiosamente, mientras en los dos últimos siglos la ciencia penal ha realizado notables esfuerzos para eliminar toda irracionalidad en la interpretación y aplicación de los conceptos jurídicos, esta misma ciencia ha tolerado que los hechos que permiten la aplicación de tales conceptos se determinen en el proceso en función de meras convicciones subjetivas del juez. De este modo, gran parte del trabajo de precisión conceptual y sistematización que se realiza en la teoría del delito y en la interpretación de los tipos de la parte especial es echado a perder en el momento de trasladar al proceso los conceptos sustantivos.”. Como vemos, esta visión posee una cuota de ingenuidad en el planteo. Como primera medida, como vemos, todavía hay que demostrar que a la dogmática penal la hayan guiado siempre y en forma absoluta fines tan transparentemente nobles.

Ver, Ragués i Vallès, Ramon, “Derecho Penal Sustantivo y Derecho Procesal Penal: hacia una visión integrada”, trabajo accesible en http://perso.unifr.ch/derechopenal/assets/files/anuario/an_2004_08.pdf .

[12] En la actualidad, quizá, la relación traumática del proceso penal con la búsqueda de la verdad anida en la antinomia sobre la cual se monta la dialéctica procesal que, por un lado, promueve esta búsqueda y, por el otro, instala como límite universal la protección de los derechos individuales y garantías constitucionales del sometido a proceso. Véase este dilema en ROXIN, Claus, La evolución de la política criminal, el derecho penal y el proceso penal, Tirant lo Blanch, Valencia, 2000, p. 121, trad. del capítulo correspondiente de María del Carmen García Cantizano.

[13] Para ver algunos problemas referidos a los vaivenes históricos de la “llamada” búsqueda de la verdad en el proceso penal, GÖSSEL, Karl Heinz, “La verdad en el proceso penal. ¿Es encontrada o construida?”, en En búsqueda de la verdad y la justicia. Fundamentos del procedimiento penal estatal con especial referencia a aspectos jurídico-constitucionales y político-criminales, Porrúa, México, 2002, p. 57 y siguientes.

[14] Sobre todo porque, como bien lo recuerda FOUCAULT: “Desde que la Edad Media construyó, no sin dificultad y con lentitud, el gran procedimiento de la información judicial, juzgar era establecer la verdad de un delito. FOUCAULT, Michael, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, traducción de Aurelio Garzón del Camino, Siglo XXI, México, 1976, p. 2

[15] Un análisis lúcido sobre las diferentes consecuencias y relaciones de las variaciones sobre el concepto de verdad, en Taruffo, Michele, Simplemente la verdad. El juez y la construcción de los hechos, Traducción de Daniela A. Scagliotti, Marcial Pons, 2010, en particular, págs.. 89 y sgtes.

[16] Ver, por todos, Bacigalupo, Enrique, “Principios constitucionales del derecho penal”, Hammurabi, pág. 231. Hammurabi, Buenos Aires, 1999.

[17] Ver, Prittwitz, Cornelius, “El derecho penal alemán: ¿Fragmentario? ¿Subsidiario? ¿Ultima ratio?. Reflexiones sobre la razón y los límites de los principios limitadores del Derecho penal”, traducción de María Teresa Castiñera Palou, en “La insostenible situación del Derecho Penal”, Instituto de Ciencias Criminales de Frankfurt (ed.)- Àrea de  derecho penal de la Universidad Pompeu Fabra, pág. 427 y sgtes.

[18] Ver, Schünemann, Bernd, “Protección de bienes jurídicos, última ratio y victimodogmática. Sobre los límites inviolables del Derecho penal en un Estado de Derecho Liberal”, traducción del alemán a cargo de E.J. Riggi y R.R.Planas, en von Hirsch-Seelmann-Wohlers y Robles Planas –edit-, “Limites al Derecho penal. Principios operativos en la fundamentación del castigo”, Atelier, Barcelona, 2012, pág. 65.

[19] Op. Cit.

[20] Como lo describe TIEDEMANN: “La influencia del derecho constitucional y, sobre todo, de las normas constitucionales garantizadoras de los derechos hu- manos, ha sido notable durante los años siguientes a la puesta en vigencia de la Ley Fundamental alemana de 1949 y, particularmente, desde la creación del Tribunal Constitucional Federal (TCF) en 1951. Mientras que las constituciones alemanas anteriores, así como la Declaración Francesa de Derechos Humanos de 1789, se dirigían sólo a los legisladores y no tenían un carácter político, la Ley Fundamental introdujo ‘catálogos’ de garantías individuales destinadas a ser self-executing, limitando de modo directo y, en sentido jurídico, todos los poderes del Estado”. Ver, TIEDEMANN, Klaus, La constitucionalización de la materia penal en Alemania, en perso.unifr.ch/derechopenal/assets/files/anuario/an_1994_03.pdf.

[21] Ver, Welzel, Hans, “Derecho Penal. Parte General”, traducción de Carlos Fontán Balestra, Depalma,  Buenos Aires, 1956, pág. 86, de modo muy claro:  Quien actúa de manera adecuada al tipo, actúa, en principio, antijuridicamente. Como el tipo capta lo injusto penal, surge del cumplimiento del tipo objetivo y subjetivo, en principio, la antijuricidad del hecho; de modo que huelga otra fundamentación positiva de la antijuricidad. Esta relación de la adecuación típica con la antijuricidad se ha caracterizado llamando a la adecuación típica el “indicio” de la antijuricidad. Cuando exista esa relación, sólo surge problema en los casos en que la antijuricidad está, una vez por excepción. excluída, a pesar de darse la adecuación típica; p. ej., porque el autor actuó en defensa legítima o con el consentimiento del lesionado. En tales situaciones de excepción, un actuar adecuado al tipo es adecuado al derecho. Por eso, aquí, la antijuricidad puede ser averiguada mediante un procedimiento negativo, a saber, estableciendo que no existen fundamentos de justificación, como defensa legítima, autoayuda, consentimiento, etc.

[22] Véase SANCINETTI, Marcelo, “Relatividad de las teorías de error”, en Sistema de la teoría del error en el Código Penal argentino, Hammurabi, Buenos Aires, 1990, p. 1 y siguientes.

[23] RAGUÉS I VALLÈS, Ramón,  El dolo y su prueba en el proceso penal, Bosch, 1999, p. 363.

[24] VOLK, Klaus, La verdad sobre la verdad y otros ensayos, traducción de Eugenio Sarrabayrouse, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2006.

[25] PÉREZ BARBERÁ, Gabriel, El dolo eventual, Hammurabi, Buenos Aires, 2011, p. 585.

[26] Op.cit.

[27] Ver sobre este punto, Bacigalupo, Silvina, “Autoría y participación en delitos de infracción de deber. Una investigación aplicable al derecho penal de los negocios”, Marcial Pons, Barcelona, 2007.

[28] Roxin, Claus, “Autoría y dominio del hecho en derecho penal”, Traducción de la sexta edición alemana, por Joaquín Cuello Contreras y José Luis Serrano González de Murillo, Pons, Barcelona, 1998, p. 412.

[29] SÁNCHEZ-VERA GÓMEZ-TRELLES, Delito de infracción de deber y participación delictiva, 2002, p.32

[30] ENGISH, La causalidad como elemento de los tipos penales,
traducción de la edición alemana de 1931 de Marcelo Sancinetti, Hammurabi, Buenos Aires, 2008, p. 23.

[31]Auto LG Aachen del 18 de febrero de 1970. KAUFMANN, Tatbestandsma Bigkeit und Verursachungim Contergan-Verfahren. Folgerungen für das geltende Recht und für die Gesetzgebung, JZ, 1971, p. 569 (trad. al castellano como Ti- picidad y causación en el procedimiento Contergan: consecuen- cias para el derecho en vigor y la legislación, en “Revista Nuevo Pensamiento Penal”, ene.-mar., 1973, no 1, vol. 2, ps. 7-35).

[32] Sobre este problema, ver, Sancinetti, Marcelo, “¿Son irrelevantes los cursos causales hipotéticos para la responsabilidad penal?”, texto originalmente publicado en Estudios penales en homenaje a Enrique Gimbernat, Edisofer, Madrid, 2008, T.II, 1579 y sgtes. También en Sancinetti, Marcelo –comp–, “Causalidad, riesgo e imputación”, Hammurabi, Buenos Aires, 2009, pág. 501 y sgtes.

[33] Jakobs, Günther, “Criminalización en el estadio previo a la lesión de un bien jurídico”, en Estudios de derecho penal, trad. de Rodríguez Ramos, Suárez González y Cancio Meliá, Civitas, Madrid, 1997, p. 295.

[34] Ver, por todos, Roxin, Claus, Derecho penal. Parte General, t. 1, trad. y notas de Diego-Manuel Luzón Peña, Miguel Díaz y García Conlledo y de Vicente Remesal, Civitas, Madrid, 1997.

[35] A favor, SCHÜNEMANN, Bernd, Cuestiones básicas del derecho penal en los umbrales del tercer milenio, Idemsa, Lima, Peru, 2006, p. 63 y ss.; KINDHÄUSER, Urs, Estructura y legitimación de los delitos de peligro del derecho penal, en “InDret”, Barcelona, Febrero, 2009. En contra, HASSEMER, Winfried – MUÑOZ CONDE, Francisco, La responsabilidad por el producto, Tirant lo Blanch, Valencia, 1995. También, MENDOZA BUERGO: “el desvalor objetivo material de la acción peligrosa constituye el elemento central de la constitución del tipo de injusto. En consecuencia, sólo cabe adelantar la tutela penal de forma legítima al momento en que pueda apreciarse que el comportamiento prohibido es objetivamente capaz de afectar al bien jurídico; teniendo además en cuenta las exigencias propias de la atribución de responsabilidad penal, ello no debe determinarse en abstracto por la pertenencia a una clase de acciones, sino que exige que sea evidente tal peligrosidad objetiva al menos en el momento de realizar la conducta” —MENDOZA BUERGO, Blanca, La configuración del injusto (objetivo) de los delitos de peligro abstracto, en “Revista de Derecho Penal y Criminología”, 2002, p. 68—.

[36] Sobre el origen de la figura en el derecho penal argentino véase, BRUZZONE, Gustavo – GULLCO, Hernán, Teoría y práctica del delito de enriquecimiento ilícito de funcionario público, Ed. Ad-Hoc, Buenos Aires, 2005, p. 92.

[37] Aunque incluso este camino legislativo ha estado sospechado de inconstitucional.

[38] Ver Volk, Klaus, “La dogmática clásica de la parte general, ¿amenazada de extinción?, en traducción de Guillermo Orce, en Volk, Klaus, “La verdad sobre la verdad y otros ensayos”, Ad-Hoc, Buenos Aires, 2007, pág. 158.

[39] MIR PUIG, Santiago, “Límites del normativismo en derecho penal”, en Dogmática y criminología. Homenaje de los grandes tratadistas a Alfonso Reyes Echandía, Legis, Santa Fe de Bogotá, 2005, p. 371.

[40] Cfr. SEARLE, La construcción de la realidad social, 1997. Traducción de Antoni Doménech, Paidos, Barcelona.

[41] MIR PUIG, “Límites del normativismo…”, cit, p. 379 y siguiente.

[42] Op. Cit.

[43] SILVA SÁNCHEZ, Jesús María, “Introducción: Dimensiones de la sistematicidad de la teoría del delito”, en WOLTER – FREUND, El sistema integral del derecho penal, Marcial Pons, Barcelona, 2004, p. 19

[44] Sobre el tema de un “sistema integral”, véase FREUND, Georg, “Sobre la función legitimadora de la idea del fin en el sistema integral del derecho penal”, en WOLTER – FREUND, El sistema integral del derecho penal, 2004, p. 93.

[45] Sobre este concepto, ya clásico, SILVA SÁNCHEZ, Jesús María, La expansión del derecho penal. BdF, Montevideo, 2011.

[46] Ello, en verdad, puede verse en un doble sentido. En primer lugar, hoy es materia de estudio en el mundo anglosajón la relación entre los modelos de estándar probatorio y el modo en que ellos impactan en la cantidad de delitos cometidos en una época. Al mismo tiempo, es materia de análisis, el efecto preventivo general (a mí no me queda claro si negativo o positivo) que producen esos cambios en los ciudadanos. Véase este problema en LAUDAN, Larry, El estándar de prueba y las garantías en el proceso penal, Hammurabi, Buenos Aires, 2011, p. 247 y sigtes.

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