Control social y etiquetamiento, “vamos a crear culpables”
por: Carlos Daniel Arias Lozano
En el presente ensayo trataremos de poner en evidencia las relaciones existentes entre el control social y la teoría del etiquetamiento o labelling aproach. La tesis que subyace en este pequeño trabajo es que el etiquetamiento es una de las formas de las que se sirve el control social para lograr su cometido.
Señalan Pérez Pinzón y Pérez Castro[i] que el control social es “el conjunto de mecanismos mediante los cuales la sociedad ejerce su dominio sobre los individuos que la componen, y consiguen que estos obedezcan sus normas”, control que opera en dos esferas: la formal y la informal. La primera de ellas, conforme a los citados autores, si dicho control es llevado a cabo por instituciones jurídicas, mediadas por el derecho; mientras que el informal es aquél que cumplen otras instituciones diversas como la familia, la religión, la escuela o la opinión pública. Lo característico de todas ellas es que, en una sociedad que se supone comparte un determinado catálogo de valores, se pretende que todos sus miembros se ciñan a ellos y no realicen comportamientos desviados.
Ahora bien, qué sea o no un comportamiento desviado, desde el nacimiento del estructural funcionalismo en Estados Unidos, es un asunto cuyo estudio no debe abordarse, como durante mucho tiempo se hizo, a partir del análisis del delincuente y del delito como fenómenos naturales. Es claro que el delito es una construcción de carácter social, que constituye un conflicto en el seno de la sociedad, mas no un dato natural u ontológico previo a cualquier definición legal. Que la bigamia sea considerada delito y a quien se casa más de una vez, por ese hecho, delincuente, es un asunto que no constituye un dato naturalístico, sino que, por el contrario, es el producto de la imposición de etiquetas por parte de quienes detentan las facultades de materializar el poder punitivo en leyes penales que repriman esa clase de comportamientos.
En legislaciones anteriores, en Colombia se consideraba a la bigamia un delito, y al bígamo se le ponía la etiqueta de delincuente. En nuestro actual Código Penal, Ley 599 de 2000, ese comportamiento no forma parte de las conductas consideradas delictivas. Esto no ocurre porque haya ocurrido una mutación genética en los genotipos de los delincuentes bígamos -sabrá Dios cómo los hubiesen clasificado Lombrosso o Kretchmer-, sino porque, sencillamente, el legislador ha retirado a ese comportamiento y a quien lo realiza las etiquetas de delito y delincuente, respectivamente.
En la América pre colombina se hacían sacrificios de seres humanos a los Dioses como agradecimiento por la lluvia o para evitar que los males azotaran la tierra, pero nadie consideraba esas muertes homicidios, ni trataban como delincuente a quien las ejecutaba. En el medioevo, con fundamento “científico” en el malleus maleficarum, o martillo de las brujas, la Santa Inquisición pasó por la hoguera a cientos de personas con idénticas consecuencias. Todo esto para significar que, la criminalidad no es un factor natural que se predique de ciertos comportamientos, sino, muy por el contrario, como construcción social es el epílogo de un proceso de selección a través del cual, en una sociedad y momento determinados, se le atribuye esa condición, esa etiqueta.
El etiquetamiento surge entonces, como primera medida, en el proceso de creación de normas, también conocido como criminalización primaria. Son quienes detentan el poder de crear normas quienes se encargan, principalmente, de atribuir a determinadas conductas el rótulo de delitos, y el de delincuente a quien las comete. Hasta acá todo pareciese normal, si en efecto ocurriera que, en países como el nuestro, la democracia participativa funcionara como debería, es decir, a órdenes de los intereses de las mayorías.
Nada más alejado de la realidad. Lo cierto es que el sistema penal es, visto desde una perspectiva material, un mecanismo de dominación a través del cual quienes detentan el poder político y, sobre todo, actualmente, económico, imponen su propio catálogo de valores a la inmensa mayoría de la población que no forma parte de aquellas élites, de forma tal que el etiquetamiento, de forma positiva, se convierte en un mecanismo de opresión para castigar a los más desfavorecidos ante los comportamientos que atenten o pretendan atentar con los intereses de esas minorías hegemónicas, y a su vez de forma negativa, para que sólo sea una cantidad mínima los comportamientos desviados de los poderosos que puedan llegar a ser eventualmente sancionados.
El etiquetamiento tiene un efecto adicional, sutil pero poderoso, que escapa incluso de la esfera del control social formal, y trasciende a las instituciones que forman parte del control informal. Quien ha sido etiquetado como delincuente, difícilmente puede librarse de esa etiqueta. A los ojos de la sociedad va a ser considerado como un criminal, con todos los prejuicios y consecuencias negativas que ello acarrea, partiendo incluso de las dificultades que ese rótulo supone para la consecución de un empleo. Es tan fuerte el peso de la etiqueta y de la reacción social informal, que muchas veces quien de esa forma ha sido señalado interioriza el rol de delincuente y se ve abocado a hacer lo que de él se espera: cometer conductas definidas como desviadas.
Lo anterior, significa que la creación de etiquetas es un mecanismo que sirve al control social alimentando su sistema penal como mecanismo formal de control institucionalizado de dos formas. La primera, criminalizando comportamientos, y la segunda, que se acaba de mencionar, haciendo que el delincuente asuma su rol en la sociedad y alimente consecutivamente la máquina de hacer condenas.
Esto es más dramático si se toma en consideración que los sistemas penales lejos están de ser infalibles. Es indudable que la etiqueta de delincuente se fija en muchas ocasiones en quien es en realidad inocente y, por otro lado, también se absuelve en muchas ocasiones a verdaderos culpables -esto depende, claro está, de las reglas que en materia de distribución del error fije políticamente el legislador-. La aplicación de justicia es de humanos y por tanto yerra. Ahora, piénsese en quien tenga que cargar con la etiqueta de delincuente, sin serlo.
El etiquetamiento que recae sobre las mayorías desfavorecidas de la sociedad, alejadas del capital, de los medios de producción y vetada de los medios para acceder a posiciones privilegiadas por las vías ordinarias, enmascara lo que realmente el control social pretende: asegurar los bienes y privilegios de las minorías que detentan el poder -político, pero sobre todo económico- y, además, soslayar el cumplimiento de las obligaciones del Estado.
Si un país como Colombia se obliga en su Constitución a garantizar la igualdad de sus ciudadanos, y a proveer a todos ellos de un mínimo de derechos sociales, y esto en la práctica no ocurre, estamos ante un contenido apenas nominal de la carta política que no es operativo. Pero, además, si la criminalización primaria y el etiquetamiento recaen, principalmente, en quienes no reciben esas mínimas condiciones para alcanzar posiciones privilegiadas, es claro que esta herramienta del control social es un mecanismo perverso para privilegiar las diferencias de clase y reprimir y controlar a los oprimidos.
Esto se incrementa con un sistema que, como resalta Sandoval Huertas[ii], pone en la primera línea de fuego del ámbito de la aplicación de las leyes penales a los policías, quienes forman parte también de las grandes capas de población marginal, y que curiosamente, para buscar el aplauso de las minorías poderosas, o para no perder sus escasos privilegios, ponen un acento aún más preocupante en la selección de quienes deben ser objeto de la aplicación de las leyes penales.
En suma, el etiquetamiento es una técnica de selección de comportamientos, como parte del control social formal, que especialmente -aunque no únicamente- en el proceso de criminalización primaria, selecciona comportamientos y personas para ser catalogadas, en su orden, como delitos y delincuentes, pero con el exclusivo fin de mantener el statuo quo de dominación que ostentan las élites que detentan el poder político y económico en una sociedad como la nuestra.
[i] Pérez Pinzón, Álvaro Orlando y Pérez Castro, Brenda Johanna. Curso de Criminología. Universidad Externado de Colombia, séptima edición. Bogotá, 2006, pp 46 y 47.
[ii] Sandoval Huertas, Emiro. Sistema Penal y Criminología Crítica. Editorial Temis. Bogotá, 1985.